sábado, 3 de febrero de 2018

LA CALAVERA DE ROBINSON - MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ


¿Qué hacer en las frías tardes y noches de invierno, harto de la rutina y sus sevicias? Pues viajar, sí, viajar desde el sillón o la cama con un libro que te lleve lejos de tu rincón (ni loco escribía la mierda esa de "zona de confort"). Hay muchos libros de viaje o novela que nos pueden llevar a otras latitudes, sobre todo a aquellas que no hemos frecuentado. A mí me gusta viajar de la mano del viajero, ya sea con el testimonio en primera mano del de La Isla de Juan Fernández, Viaje a la isla de Robison Crusoe, o a través de la novela La Calavera de Robinson. Luego, sí, lo reconozco, se me mezclan en la cabeza datos de una y otra. Da igual, La Calavera de Robinson me ha sacado de casa tras la búsqueda, no tanto de un tesoro como de las biografías de sus buscadores, y he disfrutado como un enano con esa puesta en escena del viaje, ¿la aventura?, que, ya lo siento, me ha recordado un poco mucho las novelas de Baroja con pujos viajeros, esas en las que el narrador protagonista no nos cuenta tanto su viaje como las vidas de aquellos con los que se cruza, donde va intercalando las peripecias vitales de tal o cual personaje del pasado o del presente que va surgiendo a lo largo de la narración. Un acopio de datos que a veces aturulla y obliga a releer más pausado. El esfuerzo merece la pena porque me da que estamos acostumbrados a leer muy linealmente, en mi caso a saber si muy deprisa, buscando aquello que sabemos de antemano que nos gusta más que a la expectativa de que nos guste lo que nos podamos encontrar. Yo estoy encantado de haber descubierto a Gamecho, ese indiano tan de trastiendas vitales como la mayoría de los que lo fueron, siquiera porque la figura del indiano es ya de por sí de un literario clamoroso, como que no hay casa de tales que no tengan su historia con misterio y todo, los indianos son un pozo sin fondo para darle a imaginación, para fabular personajes a nuestro antojo, lo hemos hecho toda la vida. Una delicia. Y luego el viaje, de este lado del Atlántico hasta el pacífico, Valparaíso, y de ahí a la Isla. Toda isla pequeña se me antoja una cárcel al aire libre, de ahí la asfixia que conlleva pasar demasiado tiempo en un espacio reducido cuyos contornos parecen dar al infinito y unas ganas tremendas de escapar a nado o como sea. Y de nuevo la cosa literaria de la vida en semejante presidio, la de los personajes que la habitan, cómo se hacen a su rincón en el mundo sin dar en raros que han ido a parar allí para apartarse, esconderse o lo que sea. Pero La Calavera de Robinson un eje narrativo muy concreto y puede que el lector sea a veces un soplagaitas caprichoso que pide a la novela otra cosa distinta a la que el autor ofrece. Por eso es bueno centrarse en lo que tiene entre manos y reconocer que su subconsciente está mezclando libros, que lo busca ya lo tuvo en La Isla de... Y así uno puede disfrutar ya sin reservas de la larga lista de excéntricos de excéntricos y también escépticos que desfilan por el libro. Pero, sobre todo, y una vez más, faltaría, disfrutar de uno de los libros de MSO que me quedaba por leer. Y digo disfrutar porque ningún libro de MSO deja indiferente y, sobre todo, ninguno de sus libros recuerda a nada antes leído o de otro autor. De ahí la adición que provoca hasta convertirte en miembro de la cofradía o la orden monástica de no me acuerdo muy bien cómo decía aquel hace poco en una de sus entradas del blog, qué más da, para cuatro adiciones o lealtades de verdad que tiene uno en la vida.

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