El escritor abrió la ventana de su rincón de trabajo en la segunda planta del dúplex en el que vivía. La música del piano se filtró irremediablemente por el hueco de la ventana que daba al patio trasero de su comunidad. No le costó reconocer la melodía del llamado poeta del piano. Era Chopin con uno de sus conciertos para piano. El escritor dejó lo que tenía entre manos, hacía ya rato que le apetecía hacerlo, y se recostó sobre su silla giratoria. Andante Spianatto y Gran Polonesa Brillante desde el piano de un desconocido al otro lado de la ventana, se diría que las notas llegaban a su estudio con un añadido de frescura y lejanía producto del anonimato. Al día siguiente y a la misma hora, en realidad a partir del primer día a cualquier hora y casi siempre de improviso, las gymnopedias del inconfundible y a ratos excesivamente monótono Satie. Con todo, igual de gozoso que el día anterior y mucho más intenso incluso que habiéndolas escuchado directamente de uno de sus discos. El resto de los días más de lo mismo, si bien al vecino pianista le dio un día por tocar la Bagatela nº 25, WoO 59, también conocida como «Para Elisa», y ahí ya el escritor frunció el ceño. No sabría explicar por qué, pero esa pieza le sacaba especialmente de quicio; manías, quién no las tiene, los escritores a cientos. Por suerte, aquel pequeño contratiempo con el programa musical que acudía a su estudio a diario a través de la ventana se vio compensado con creces con el segundo movimiento de «Margarita» de la Sinfonía Fausto y el primer Mephisto Waltz también conocido como Liebesträume n.º 3 del genial Franz Listz. En ese momento el escritor no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia; «alguien que toca a Listz ya son palabras mayores, estamos hablando de un Artista con mayúscula.» Con todo, y como el escritor en realidad no era un melómano sino más bien un simple diletante de la música como de tantas otras cosas (más bien sentía una profunda aversión hacia éstos, y en especial a aquellos que en los conciertos no dejan de criticar la ejecución de los músicos con todo tipo de reparos técnicos, de señalar sus fallos e incluso se atreven a juzgar el grado de compromiso del músico para con la partitura), lo que de verdad le acabó convenciendo de la suerte infinita que había tenido de contar de entre sus ignotos vecinos a un artista del piano no fue sino la ejecución completa de la Kreisleriana (op. 16) de su amado Schumman, sin lugar a dudas el autor cuya música al piano escuchaba más a menudo y del que poseía casi toda su discografía.
El escritor empezó a trabajar de buena mañana con la mayor diligencia posible para rellenar sus cuatro hojas diarias a fin de poder así dedicar el resto del tiempo a recostarse sobre su silla giratoria y disfrutar en la soledad de su estudio de la música que se filtraba por el hueco de la ventana que daba al patio interior de su edificio. El escritor creyó que se le venía el mundo encima el día que dejó de sonar el piano al otro lado de su ventana. Tanta dicha no podía ser posible, eterna, algún día tenía que acabarse como todo lo bueno en este continuo tío vivo que es la vida. Luego ya se enteró por una vecina, la cotilla oficial de su escalera, que otra vecina había denunciado a la pianista del quinto por haberle causado con su música una lesión psíquica consistente en un trastorno adaptativo con síntomas de ansiedad reactivo al estrés ambiental de tipo auditivo”, lo que hizo que tuviera síntomas como alteración del sueño, nerviosismo, ansiedad, episodios de pánico e incluso problemas de gestación en los últimos meses del embarazo de su hijo. El escritor no pudo reprimir su furia expresada en un alarido, y eso a pesar de que tenia por norma intercambiar el menor número de palabras posibles con sus vecinos para que estos pudieran tener así motivos de sobra para criticarle a sus espaldas por borde y arrogante: «¿Quién, la concejala de cultura?»