lunes, 8 de abril de 2019

BERNHARD EN EL JOVELLANOS

Un articulico sobre Thomas Bernhard y sus "cosas" para la revista Tipealia: BERNHARD EN EL JOVELLANOS: https://punica.es/bernhard-en-el-jovellanos/



Almuerzo en casa de los Wittgenstein, es una de mis piezas teatrales favoritas de Thomas Bernhard, Y éste, a decir verdad, e incluso recurriendo a uno de los títulos más conocidos del escritor austriaco, uno de mis Maestros Antiguos, (a mi juicio, junto con Tala y Extinción, su mejor libro). Todo esto dicho con mucha prudencia y no poca coña, tanto para no pecar de presuntuoso como para no hacerlo de memo. Con todo, no paro de darle vueltas al asunto, ya sea porque he caído en la mala tentación de revisitar el texto que acabo de ver representado sobre las tablas del teatro Jovellanos de Gijón, como en el tema en sí de la obra, la figura del conocido filósofo Wittegenstein.
De Bernhard creo haber escrito hace tiempo, en concreto a cuenta de la edición castellano de un libro de relatos suyos sobre los premios que le fueron concedidos, y que disfruté de lo lindo porque resultaba una ocasión única para revisitar la mala leche que destila su obra. Otra cosa muy distinta es el acercamiento a la obra de Bernhard desde un punto de vista exclusivamente literario. La literatura de Bernhard, su narrativa en concreto, puede llegar a producir tanta fascinación como rechazo, y en el caso de consumirla demasiado de seguido, un inevitable hartazgo. No es para menos, estoy convencido de que todos los recursos típicos de Bernhard, la reiteración tanto de las frases como de los conceptos, los circunloquios sin fin que parecen no llevar a ninguna parte, las exageraciones que a veces rozan lo patético, que a veces hasta dejan atisbar más de una canallada por parte del autor, estaban motivados única y exclusivamente por las especiales querencias literarias del autor con Schopenhauer a la cabeza, en realidad cualquier autor que le sirviera de maestro a la hora de dar forma escrita a su mala baba a raudales. Él decía que la suya era ante todo una literatura humorística, y lo hacía a sabiendas de que su interlocutor iba a fruncir el ceño, dado que no es precisamente el tono distendido, alegre incluso, o simplemente ligero, el que caracteriza toda su obra. Bernhard es un autor de tremendidades, de sacar las cosas de quicio, de no dejar piedra sobre piedra, y siempre, siempre, de no parar en mientes ante nada que no contribuya a redondear su particular y muy desquiciada visión de la vida. Un autor al que se le nota que con tal de repartir estopa a diestro y siniestro prefiere llevarse por delante todo, ya sean amistades o simples lealtades, e incluso, o sobre todo, la propia verdad de las cosas. Qué más da si lo verdaderamente importante es el resultado final, insisto, una obra a rebosar de mala leche. Ese es, por otra parte, su principal atractivo, porque todo lo demás, exceptuando alguna que otra profunda disquisición acerca del arte y los maestros antiguos, como en la novela homónima, la denuncia reiterada de la hipócrita autocomplacencia de la sociedad austriaca después de la segunda guerra mundial, de su impune complicidad con el nazismo, suena a puro artificio, a querer hacer creer al lector que se encuentra ante un espíritu elevado que luego no lo es tanto y ni siquiera tiene ganas de serlo, a impostar un apego por cierta filosofía al estilo del ya citado Schopenhauer, una dependencia más que dudosa de multitud de afirmaciones categóricas acerca de la literatura, música, pintura, etc., que suenan a eso, a pura impostura, querer dar el pego, jugar a niño malo, ir de bicho raro por la vida cuando lo único que era de verdad era un tocacojones en grado sumo, y como si eso no fuera bastante a modo de tarjeta de visita.
En todo caso, toda esa impostura, esa inmensa tomadura de pelo que es la obra de Bernhard, bien que tamizada con lo que realmente importa, esto es, con lo que se vislumbra muy por debajo de tanta hipérbole y cuchillada trapera a propios y extraños, la podredumbre moral de una sociedad como la austriaca tan satisfecha de sí misma como culpable de haber apoyado y participado en los crímenes más horrendos que se hayan conocido nunca y encima no estar arrepentida de ello, al menos no del todo. Todo eso junto la puesta en escena de la decadente y presuntuosa burguesía vienesa, la insoportable vacuidad de la provincia y sus gentes, la crítica inmisericorde de la clase política a todos los lados del espectro político, todo eso es lo que nos hace a Bernhard tan atractivo a unos, siempre y cuando no nos lo tomemos demasiado en serio, o al menos sólo en lo evidente, como, mucho me temo, tan repulsivo a la mayoría, en especial a aquella que no está precisamente por la labor de lidiar con el lado más amargo y retorcido del ser humano. Me refiero, claro está, a todos esos lectores que se decantan por principio y casi que por instinto siempre a favor de lo bonito, lo positivo, el buen rollo, la belleza de las pequeñas cosas y los buenos sentimientos, la que consume a troche y moche, compulsivamente incluso, Galas, Coelhos, Allendes, Moccias y por el estilo. Pues bien, todo esto y más se podía encontrar en la pieza teatral que vimos el sábado en el Jovellanos.

© Txema Arinas. 2019. Todos los derechos reservados

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