miércoles, 21 de agosto de 2019

EL TRANVÍA



No me gusta el metro, amo los tranvías. En Dublín cogía el Dart todas las mañanas y volvía en él por la noche; me encantaba mirar por la ventana y al resto de los pasajeros, me lo pasaba pipa con los chicos malos de los barrios al norte de Liffey, siempre montaban alguna, y yo me reía, sobre todo a medida que se acercaba el viernes y cada vez me montaba con más pintas encima. El de Budapest era una preciosa carraca que parecía de cuando la Sissy iba a visitar a su amante húngaro; en cuanto te despistabas un poco aparecías en los andurriales, niños jugando en la acera levantada de la calle, señores con mostacho y barriga prominente en camiseta con tirantes, ellas con vestidos estampados; sí, como en mitad de una película de Kusturica. En Roma los únicos que pagaban al montar en el tranvía éramos los turistas recién llegados; los italianos callaban como putas, valga la redundancia. En Viena no me acuerdo ni si había tranvía; joder qué buenas estaban las birras. De Berlín ya un poco más, una cosa como hace unos meses en Ansterdam, muy moderno, cómodo, limpio y eficaz, algo así como el cacharro en el que me he montado hoy. Pero para qué andarnos con rodeos, para tranvías los de Lisboa con sus cuestas y sus cambios de vía a mano; yo ya solo voy para montarme en uno. Amo los tranvías, recorres las ciudades por dentro como un espectador; hoy he pasado delante de la casa en la que pasé mi infancia, no sé decir si lo que recordaba era un drama o una comedia, en realidad ni una cosa ni otra, la vida lo suele ser según la cantidad de lúpulo que lleves encima; y yo ya llevo un rato esperando a unos colegas con una pinta de Murphy al lado y Van Morrison sonando en el altavoz.

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