miércoles, 29 de agosto de 2012

LA VIGA EN EL OJO AJENO



Como el portero de nuestro edificio es Sirio y además un tío bien majo, pues uno no puede resistirse a preguntarle por lo obvio. Y lo obvio es lo que pasa en su país. Ni qué decir que empecé a interesarme hace ya más de un año, desde que comenzaron lo que todavía apenas eran unos disturbios: la gente está muy harta y puede pasar algo muy gordo. Pues poco a poco en esas estamos, nuestro portero auguraba una guerra civil a la vuelta de la esquina y eso es lo que ahora hay ni más ni menos. Evidentemente, uno se interesaba entre otras cosas por su familia, con la que normalmente mantenía contacto diario tanto por teléfono como por Internet. A mediados del año pasado decía que ya apenas podía hablar con ellos una vez a la semana, que había días que no sabía nada; pero, estaba tranquilo, sus parientes vivían en una zona de Damasco con restricciones, pero aún y todo segura, todavía no había pasado nada aunque vivieran, como quién dice, enclaustrados en sus casas, sin pisar la calle durante días, por si acaso. Pero, lo dicho, se sentían seguros porque los principales focos de enfrentamientos estaban fuera de la capital, en las zonas tradicionalmente más díscolas al régimen como la segunda ciudad del país, Homs; allí sí que se iba a montar una buena, aseguraba nuestro portero. 

Entonces todavía seguía despotricando de Al-Asad y poniéndome ejemplos de los atropellos a los que les tenía acostumbrados el régimen, y más en concreto el uso y abuso que la minoría alauí hacía de su supremacía en la administración al amparo de la familia Al-Asad, o lo que es lo mismo, anécdotas sobre cómo la mayoría suní a la que él pertenece tiene prácticamente cerrados todas las vías de acceso a los puestos de mando de Siria. No era extraño, por lo tanto, que tarde o temprano pasara lo que está pasando. Lo que de veras le preocupaba a nuestro portero era la deriva de esa protesta, las consecuencias para la gente corriente como su familia, la cual, ya a principios del presente año, me aseguraba que no tenía ni para comer.

Hace unos meses comenzaron los enfrentamientos, ya armados, la guerra abierta entre dos contendientes perfectamente definidos, los miembros del Ejército de Liberación Sirio y las fuerzas del Al-Asas. Cómo no volver a interesarnos entonces, mi pareja y yo, por el estado de los suyos, después de haber procurado no martillearle con preguntas durante una buena temporada a la vista de que las cosas no iban a ninguna parte, que no cesaba el recuento de muertos ni se veía salida alguna al conflicto. La fatalidad con la que hace un año me contaba las cosas de su país ahora ya es definitiva, pesimismo absoluto ante lo venidero. Cómo no va a serlo si en el ínterin desde la última vez que le pregunté por su familia ha pasado lo peor que podía pasar, miles de muertos y desplazados, destrucción de ciudades enteras, masacres de la población civil a la orden del día. La evidencia, en cualquier caso, de que lo que ocurre en Siria no tiene una solución inmediata, no hay marcha atrás por parte de nadie, la guerra ya es total y, lo más paradójico de todo, es que aún ganando los que tienen más medios para hacerlo, si no se lo impiden terceros, Al-Asad y los suyos, jamás podrán volver a gobernar como lo hacían antes sobre semejante cúmulo de muertos. 

Con todo, hubo una afirmación por parte de nuestro portero que nos dejó perplejos, pues afirmaba muy vehementemente que si había un culpable directo de lo que estaba sucediendo en su país esos eran los Estados Unidos, según él los principales instigadores de todo, los únicos además que podían poner freno al derramamiento de sangre. Y esa era la razón, afirmaba sin pestañear, de su odio inconmensurable hacia los EE.UU.

Vale pues, el odio como el amor son libres. Sin embargo, cuesta asimilar que uno diga dirigir todo su odio hacia un tercero, por muy máxima potencia mundial que sea, y que seguro que algo habrá tenido que ver con lo que está pasando en Siria desde sus servicios secretos o lo que sea, y no tanto hacia los responsables directos de las masacres sobre la población civil o de los bombardeos indiscriminados de núcleos urbanos por parte de los únicos que tienen medios para hacerlo. Cuesta creer que uno dirija toda su capacidad de odio hacia terceros, y eso por muy repugnante que resulte el mamoneo de los amigos ruso y chino de Al-Asad en la ONU para evitar que se condene o se intervenga contra un régimen que ha rebasado ya todos los límites por los que otros fueron intervenidos sin dudarlo (lástima de petroleo como en Irak o Libia), o la sonrojante hipocresía de los líderes occidentales que amenazan con intervenir militarmente si Al-Asad utilizara armas químicas, se ve que si hay que cargarse a la gente lo lícito y conveniente es hacerlo mediante métodos tradicionales, nada de innovar con I+D, genocidio sí, todo el que quieras, pero sin salirse de madre, dentro de unas normas. 

De modo que, y como servidor, además de no saber nada o apenas lo que le cuentan de países como Siria y similares, al final y en realidad nada, no puede evitar trazar los paralelismos de rigor entre las guerras civiles a las que asiste como simple espectador desde su sofá delante del televisor con esa otra de nuestros mayores, esa de la que tanto nos han hablado por activa y pasiva (a veces los silencios o las omisiones cuentan más de lo que ya quisieran algunos), de la que tanto he leído y en la que de una u otra manera he escarbado para mis cosas de embadurnar papeles y en ese plan, qué familiar, cercano, resultaba esa declaración de odio de nuestro portero sirio hacia la única potencia mundial que según él podía parar la masacre de su país, la responsable última incluso de lo ocurrido, en comparación con lo que solían decir muchos viejos republicanos españoles acerca de la responsabilidad de las potencias democráticas europeas, Francia y el Reino Unido a la cabeza, en el origen, desarrollo y final de nuestra Guerra Civil, cómo las responsabilizaban de su derrota por omisión o colaboración indirecta, en lugar de hacerlo directamente a la incapacidad innata de los españoles de entonces para resolver sus diferencias por medios pacíficos, diferencias que no eran sino una telaraña de odios atávicos alimentados por una cultura que llevaba el germen de la intolerancia hacia el otro en su ADN.

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