martes, 28 de noviembre de 2017

UNA HISTORIA DE VIOLENCIA


Me comentaba un padre, ayer al mediodía en el patio del colegio, que su mujer le había dicho que le estaba cambiando la voz de un tiempo a esta parte, sobre todo cada vez que se enfadaba, que era empezar a alzarla y parecerse cada vez más a su padre. Yo le contesté que a mí me pasaba otro tanto, sobre todo desde el momento que se me escapaba el primer "cagondios" en medio de cualquier conversación o al menor contratiempo. Y mira que yo antes era de un fino y templado que hasta daba asco, parecía que venía de un internado inglés, vamos, de una educación exquisita y una flema -la paciencia de los finos- digna de un Lord. Pero oye, ha sido morirse mi padre, precipitarme en la cincuentena y sentir que cada vez hay más cosas o situaciones que me sacan de quicio y me provocan una violencia, vulgo ganas de ponerme a repartir hostias sin ton ni son, de la que antes apenas tenía constancia.

Sin ir más lejos, el sábado pasado cenando con unos amigos en un bareto de la calle Prado de Vitoria, si bien por un momento, y a la vista de la media de edad del establecimiento, empezamos a dudar si nos habíamos metido en el comedor de una residencia o algo así. Pues de repente que aparece un pavo, de esos en edad de tomarse media docena de pastillas nada más levantarse de la cama, para dejar su chamarro en el colgador que estaba detrás de mi amigo L. Pero, como resulta que el colgador de marras era uno de esos de diseño para joder al personal, vamos, que antes tienes que coscarte de que has de sacar del tablero con un dedo una especie de pestillo para colgar tu prenda, pues el hombre, que no debía ser muy de fijarse en nada, se queda ahí de pie completamente bloqueado. Y en eso que mi amigo L le dice, con la campechanía a la que acostumbra, imposible encontrar a nadie más campechano y amable que L, cómo sacar el pestillo para que pueda colgar de una vez por todas su chamarra y volver con su grupo a disfrutar de la velada. Pues, ¿te puedes creer que el pavo ni se dignó en darse la vuelta para darle las gracias a mi amigo ni nada de nada, que se volvió por donde había venido sin dirigirle siquiera una mirada, y no ya de agradecimiento, sino como poco de reconocimiento como un ser de su misma condición humana.

Y es en ese momento, observando la escena y la cara, primero de perplejidad y luego de enfado, de mi amigo por el feo que le acababa de hacer el palurdo de los cojones, que a mí me entra unas ganas terribles de levantarme, ponerme delante del pavo y preguntarle a gritos a ver si tenía algún problema con la educación, sino se la habían enseñado, si acababa de bajarse de la montaña tras pasar una larga temporada con la única compañía de unas cabras, o es que padecía alguna modalidad de alzheimer que le impedía comportarse como un ser civilizado. En realidad me estaban entrando unas ganas locas, y nunca mejor dicho, de estamparle la cabeza contra el colgador mientras, por supuesto que con todos los pestillos subidos, le hacía tales preguntas. Pero, y a la vista de que mi amigo, que tiene mucho más carácter que yo, no te digo nada cuando se le cruza el cable, no le decía nada, me abstuve en mi propósito justiciero para no crear un problema de jurisdicción.

Ahora bien, fue uno de esos momentos en los que servidor habría deseado encontrarse en los tiempos del Lejano Oeste, sí, el paraíso de los anarquistas de derechas, allí donde la única ley vigente era la del que sacaba el revolver más rápido, donde todo se supeditaba al principio de "¿para qué vamos a intentar arreglar las cosas hablando pudiendo meterte una bala entre oreja y oreja?" Y, por favor, que no se me malinterprete, que no soy un animal, no estoy hablando de mandar al otro barrio al sujeto en cuestión descerrajándole una ensalada de tiros, no, por Dios, las cosas siempre en su justa medida; con haberle reventado la cabeza con la culata de mi Colt ya me habría conformado, creo que ya habría sido lección suficiente, siempre y cuando también él hubiera puesto de su parte, claro. Porque de eso se trata, de que hay gente a la que, a falta de una buena educación recibida en casa, ya sólo le queda que se la enseñen a hostia limpia para ver si así a la siguiente se lo piensa dos veces.

Pero ya digo, eso sólo en el caso de haber vivido en los tiempos del Far West, porque ya sé, ya, que ahora en nuestra época la cosa esa de la violencia ciega a la menor ofensa por un quítame ahí ese colgador de mierda, está como muy mal vista, que hay mucha bobada buenista en plan hippy, peace&love, y sobre todo mucho pleito en los juzgados. Una pena, a mi viejo le encantaban sobre todo las pelis de vaqueros, supongo que por algo sería.

Por lo demás, espero ansiosamente los comentarios de los curitas y monjitas de al estilo de: "Txema, la violencia NUNCA es la solución a nada, hablando se entiende la gente", "Quien esté libre de pecado que tire el primer cóctel Molotov..." o "Txema, cuenta hasta diez, piensa en tus hijos, y si hace falta también hay unas pastillas que..."

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