Desde que están mi madre y su perra en casa somos minoría, ya no solo de género, cuatro hembras contra tres varones, sino cinco seres irracionales contra dos adultos, mi mujer y un servidor. Dicho de otra manera, una lucha titánica por intentar que entren en razón cinco seres que van a su aire, guiándose en exclusiva por sus instintos más primarios: alimentarse y aliviarse. Con todo, entre tanto viejo, hijo y perro, resulta inevitable no preguntarse cuál de los tres es mejor como compañía. El mejor no lo tengo dudas, mi madre con su obsesión por no ser un estorbo para nadie, dejarse querer y procurar romper cuanto menos cosas mucho mejor. Eso por no hablar de la ternura que te produce tener que cuidar a la anciana que cuando eras un mico se pasaba el día calentándote el culo con la zapatilla. El dilema está, pues, entre los hijos y los perros. De hecho, ya no me planteo cuál de los dos resulta menos molesto, odioso incluso, porque eso también lo tengo muy claro; los hijos sin el menor lugar a dudas, ya sea solo porque a los perros, por lo menos, no se les entiende nada de lo que dicen y por lo tanto no dan opción a decepción alguna cada vez que abren la boca; como la de hace un rato cuando les preguntas si van a comer el delicioso arroz meloso de marisco que voy a preparar para comer y ellos te contestan que no les gusta, que prefieren arroz largo en ensalada con maíz, atún de lata, huevo cocido, cebolla y un aliño. Lo que me pregunto, la del millón, es quién aporta más satisfacciones como seres vivos a los que hay que mantener y cuidar a cambio de nada. Porque de los hijos se supone que se encargarán de ti cuando seas mayor en pago por los años en que tú hiciste lo mismo. Sin embargo, para qué engañarnos, estamos criando unas generaciones de mimados ensimismados que crecerán convencidos de que todo aquel que tienen a su lado lo está para serviles a ellos, a su entera disposición las veinticuatro horas, a cambio de nada y sin derecho a queja, por lo que, en cuanto descubran que ya no les servimos para nada, cuando ya nos hayan sacado hasta el último céntimo, lo más probable es que, como nadie les ha inculcado conceptos como el de la ética kantiana para con el prójimo y sobre todo para con el más próximo, lo más seguro es que se desentiendan de nosotros dejándonos a merced del Estado, al fin y al cabo el tercer progenitor y puede que para ellos el único a tener en cuenta. De modo que, si hacemos la preceptiva comparativa entre el cariño incondicional que nos dedican nuestras mascotas sin tener incluso que pedírselo, la certeza de que estas seguirán queriéndonos por mucho que crezcan al contrario de esos eternos niños grandes que serán los adultos del futuro, el engorro mínimo que supone recoger los meados y cagarrutas de los perros en comparación con lo que nos depara con los adolescentes en cuanto comienzan a salir por las noches y llegan a casa mamados echándote la pota donde primero se les ocurre, eso o que el mayor conflicto que puedes tener con las autoridades por culpa de un perro es que ha meado o cagado en un lugar prohibido en comparación con lo que suele pasar cuando se mama un crío y le da por miccionar en la vía pública, cagarse en el felpudo de la casa de la chica que le ha puesto los cuernos y todo así, que no es lo mismo que un perro la emprenda contra otro después de intercambiar ladridos, lo cual se soluciona fácilmente tirando de la correa para separarlos y aquí paz y después gloria, que tu hijo se lie a hostias después de haber chuleado a quien no tenía que chulear saliendo de marcha y todo por el estilo, y conste que mis hijos no hacen ninguna de estas cosas, que sólo teorizo, como casi siempre, que luego os lo tomáis todo al pie de la letra, literalistas de mierda, pues oye, creo que la conclusión es bastante obvia.
lunes, 23 de enero de 2023
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