jueves, 26 de abril de 2012

C/ FONCALADA

Me encanta vivir en el centro y aledaños. Me encanta porque por algo crecí en la avenida principal de mi ciudad y si hay algo que recuerdo con verdadero cariño, algo que reconozco como propio es ese ambiente urbano de la calle en continuo movimiento de peatones, coches y hasta escaparates. Es la infancia de casa al colegio, los recados en las tiendas del barrio, las tardes en la acera de tu calle bajo la mirada de tu madre desde la ventana, las carreras alocadas alrededor de la manzana, los juegos en el amago de plaza de Beato, los partidos de futbito en la campa de al lado donde ahora está el Centro Europa, los primeros escarceos con el sexo opuesto en los soportales de los edificios de los alrededores, los primeros potes adolescentes en los baretos para críos de la calle Gorbea, y de allí ya luego a lo Viejo para casi no volver. 

En fin, ese es en esencia el paisaje vital de la infancia y adolescencia. Luego también está eso del fin de semana cuando te llevaban a ver a los abuelos y pasabas las tardes del sábado jugando con tus primos en el pueblo que tocara ese día, de un extremo a otro del paisito, a solas o en compañía de unos o de otros, las excursiones domingueras a Urbasa y alrededores, mucho termo y tortilla de patata, mucho aire libre y paisaje embaucador de montaña, sí, y también los veranos en la costa, la vendimia o lo que fuera, vamos, eso que está entre una ciudad y otra, entre la tuya y los diferentes lugares a los que te llevaban de pequeño: eso que llaman el campo.  

Todo eso está muy bien. También me gusta el campo, sobre todo en verano, sobre todo hacer excursiones con mi familia, pegarnos largas caminatas, sentarnos a devorar un bocadillo de bacon con tomate, trasegar unas birras todavía frías, eructar como un oso en peligro de extinción, arrastrarnos de vuelta al coche. Y también, cómo no, hacerlo junto a la costa, siento por ella una atracción sumamente bucólico-boba de cuando pequeño, aunque tampoco le hago ascos, todo lo contrario, a una jornada en la montaña o entre viñedos. El problema, es que estando en el campo, disfruto del momento tanto como me siento siempre fuera de lugar, siempre en un elemento extraño que aun y todo conozco porque es de donde proceden en parte los míos. Y no me siento cómodo, ahí no hay nostalgia que valga para pasar un regodearse un rato en lo bueno, ahí habría mucho que escardar y me temo, insisto, que para poco bueno. En cualquier caso, cae la tarde cuando estoy en el campo, en cualquier pueblo de la geografía de este planeta, y ya empiezo a agobiarme, a sentir unas ganas irrefrenables de salir escopetado hacia la ciudad, cualquier ciudad, siempre al abrigo del asfalto, a la luz del neón y el ruido de los coches cruzando la calle a toda la velocidad o simplemente esperando en el semáforo con las ventanillas bajadas y los bafles a todo volumen, pum, pum, pum...

El caso es que puede que por eso, porque vivir en el centro de Oviedo, en la calle Foncalada, me recuerda mucho a cuando de pequeño vivía en la Avenida y más tarde entre ésta y Abendaño, antes de que me arrancaran ya muy adolescente para llevarme al extrarradio rural, siquiera ya solo poco más que para dormir porque la vida diaria la seguía haciendo en el asfalto, puede que más en lo Viejo que en ninguna otra parte, siento que en cierta manera he vuelto al origen, siquiera solo al recuentro con ese pulso urbano que sientes nada más pisar la calle, ese trasiego continuo de gente y coches, ese ir y venir de la gente a sus asuntos, los parques de los niños a la vuelta, los recados en los comercios del barrio, el cafeto de la mañana o la cervecica de la tarde fuera o dentro de los garitos de turno, poder ir andando a todas partes, perderte por lo Antiguo, recrearte con los escaparates, correr tras tus niños en la plaza de la Catedral, rastrear curiosidades en las librerías, observar al personal, con o sin minifalda, sentarte en cualquier banco a ver el tiempo pasar, a novelar lo que luego irá de seguido al papel o vete a saber dónde. 

Porque si en algún lugar mejor que en ningún otro sitio se puede tomar el pulso a eso que se llama la sociedad, esa es una calle del centro o aledaños. Aquí en Foncalada, en el centro de Oviedo pero no tanto, siquiera al final de la calle donde vivo, que estamos más por desembocar en esa arteria monstruosa que es General Elorza, por donde pasa una especie de circunvalación que rodea el centro y aleja los barrios, una calle que tiene más de barrio que de centro y en la que, como debe ser, se concentra la esencia de lo que son las ciudades de provincia españolas de nuestra época. Calle o barrio en la que tan pronto te das de bruces con una señora de cardado que viene de misa o un abuelete envuelto en uno de esos trajes del Cuéntame, ambos con cara de no creerse del todo que ya han ganado los suyos y en España vuelve a amanecer, como con un emigrante, por lo general sudamericano o centro-europeo, que, o bien le pone azúcar sonoro con su acento, y también visual con sus leotardos, a la ranciedad existencial de la del cardado, o te evoca imágenes de infinitas estepas rusas en las que nunca has estado y acaso también más de una secuencia de una maravillosa película protagonizada por un Virgo Mortensen todo tatuado él y puesto hasta el culo de vodka y sangre. Calle a la que van a parar, y no solo el fin de semana, todos los borrachos que bajan de la paralela calle Gascona, el Boulevard de la Sidra, que anuncian su presencia a gritos o con cánticos a altas horas de la noche, que te dejan su souvenir nocturno junto a la puerta del garaje, a veces hasta te llaman al portero para chotearse a tu costa, luego ya tu señora no te deja bajar en pijama hasta el portal a partirle la jeta al niñato de turno. Y mejor no hablar de las noches con partido de derby o champions, no hay una que no tiren petardos y te despierten a los críos, entonces a la policía ni se la huele, estarán cansados de acosar a los drogatas de El Campillín o a los senegaleses que venden quincallería supuestamente africana, por lo que se ve verdaderas amenazas para la sociedad, tantos los unos como los otros. También puede ocurrir como hace unas semanas que unos soplapollas estaban viendo a todo volumen un partido diferido a eso de las dos de la mañana en la pantalla que un restaurante tiene puesta en la calle, que escuchabas como los locutores comentaban los pases desde la cama, como si tuvieras puesta tú la tele. Y claro, entonces hay que llamar al restaurante, cargarse en la puta madre del encargado y esperar a que salga a apagar la tele porque, no, no son horas, hijos de puta, y menos entre semana.  Pero claro, mejor no quejarse, no vaya a ser que al jubilata de turno se le haya olvidado apagar la llave del gas o que a la tribu   que vive apelotonada en un piso patera le haya dado por hacer unas brasas para asar chorizos criollos en mitad del salón, que entonces ya tenemos verbena toda la noche a cargo de los bomberos.

Pero, lo más interesante de todo, lo que realmente te hace sentirte parte del entorno y no un ermitaño de lujo en tu cabaña de la Selva Negra, es poder observar a diario cómo aquello que lees y oyes en las noticias tiene un reflejo inmediato en la calle. De ese modo, asistes como espectador a los vaivenes de esta maldita crisis, cómo cierran negocios que estaban antes de llegar tú, cómo abren otros que no tardan en cerrar, cómo sólo sobreviven los fuertes hasta el punto de que una conocida cadena de supermercados asturiana va a abrir en breve, y delante de donde ya tenía un supermercado, otro mucho más grande y ahora con garaje, puede que la única manera de competir con la marcha imparable del Mercadona que todo lo arrasa, renovarse o partir tú que puedes, lo que sea también antes de bajar los precios. Y entre tanto, el malestar en aumento de las conversaciones que mantienes con la gente o en las que pillas al vuelo, las tiendas de compra de oro que aparecieron hace poco años con el agua al cuello porque se les acaba el chollo, esas otras pequeñas y especializadas a rezarle a San Pancracio, las sucursales bancarias a empapelar sus vidrieras con campañas publicitarias cada vez más ridículas, mentirosas o simplemente indecentes. Y también a esperar la apertura de nuevos negocios que montan sobre otros que se rindieron antes y que llevan meses en obras y aun así resulta imposible adivinar de qué se trata, si de otra sucursal de estafadores o el enésimo local de copas superguay ya que es lo único que parece funcionar. Eso y los club de alterne que aquí anuncian en las vallas publicitarias junto a la carretera sin pudor alguno;  venga y fóllese una esclava sudamericana o rusa con la consumición incluida, la mafia de turno le garantiza total discreción, faltaría más.

Claro que hablando de mafias, ahí está el ayuntamiento para joder a base de bien al pequeño empresario con todo tipo de impuestos con los que compensar el concienzudo y desvergonzado expolio que ha llevado a la ruina al mismo. Eso cuando no les da por hacer obras enfrente de tu establecimiento hostelero, te abren una zanja justo donde pones las mesas para que la gente beba o coma fuera, que te obligan a cerrar el local mientras duran las mismas, que te hacen comerte los cojones porque mientras tu te arruinas el local de enfrente se llena con tus clientes, y ya luego vete a reclamar daños y prejuicios, seguro que sí, que abren un cajón, sacan un fajo de billetes de esos que esconden para estos casos y te sueltan: "¿cuánto quieres?"



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