viernes, 20 de abril de 2012

JUEGO DE TRONOS

El Rey de los Siete Reinos, Robert Baratheon I, había acabado de colmar la paciencia de sus súbditos. Habiendo ascendido al trono tras ser designado como heredero por el cruel y sanguinario regente Aerys Targaryen, el cual le había cedido gustosamente la corona a su muerte, y no, como pretendieron hacer creer al pueblo los heraldos de la Corte, tras la rebelión de éste contra los designios de su tutor. Sin embargo, el rey Robert había sido aclamado por las gentes de los Siete Reinos como el rey bueno, el que los había unido bajo su egregia persona y elegido a las diferentes “Manos del Rey” que los gobernaban. No obstante, y a pesar de la simpatía que levantaba entre el pueblo llano el rey Robert con su campechanía, a pesar incluso de que la conducta licenciosa y despilfarradora del rey, lejos de provocar el rechazo de su pueblo, lo que hacía es que éste, inculto y básico como era, se identificara todavía más con él, que precisamente por eso lo tuvieran todavía en más alta estima que cualquiera de los nobles, sacerdotes o escribas que lo rodeaban, llegó un día en que todo esto cambió. Todo empezó el día en el que, coincidiendo con una de las peores plagas que se había conocido en los Siete Reinos, una plaga que se llevó por delante todas las cosechas, sumió al pueblo en la miseria y mató de hambre al miles de sus súbditos, el rey Robert, en lugar de bajar a la calle para estar con su pueblo y darle ánimos, en lugar de ordenar a sus nobles que buscaran el remedio para poner fin a la plaga, a sus sacerdotes que dieran consuelo a los que más sufrían y a los escribas que contaran la verdad de lo ocurrido, en lugar de ejercer como el rey amante de su pueblo, cogió y se fue a cazar dragones al otro lado del mar. Sin embargo, y como había sucedido tanta veces antes, nadie supo que el rey Robert se había ido a cazar dragones en medio del caos en el que vivía sus reinos a causa de la Gran Plaga, hasta que el rey no regresó en camilla a su capital, Desembarco del Rey, prácticamente partido en dos, tras haber recibido un terrible coletazo de un dragón cuando el rey, empuñando su ballesta, se disponía a dispararle una saeta entre los ojos. Entonces todos se enteraron en los Siete Reinos de que su rey se ausentaba todas las veces que quería para viajar hasta el otro lado del mar con el único propósito de matar dragones, unicornios, grifos, minotauros y demás criaturas mitológicas, todas ellas en peligro de extinción. La plebe montó en cólera. Esa no era el tipo cercano y comprensivo en el que habían creído, el que les había hecho tanto y buen servicio eligiendo buenos y compasivos gobernantes como la Mano del Rey, Lord Eddar Stark, el que había atajado con determinación la rebelión de Balon Greyjoy de las Islas del Hierro, el que los quería y trataba como un padre comprensivo y cariñoso. No, aquel era el rey que despilfarraba los menguados recursos del reino mientras ellos pasaban hambre y sus hijos morían de enfermedad, el rey que viajaba todo el rato por placer mientras miles de sus súbditos emigraban a los reinos vecinos en búsqueda de trabajo, el rey que se acostaba con todas las mujeres que se ponían a su alcance mientras la pobre reina educaba al heredero, el rey que celebraba banquetes con sus nobles más preciados, banquetes en los que no faltaba nada a la mesa y que sólo acababan cuando el último de los asistentes caía borracho, todo esto mientras el pan no llegaba a la mayoría de las mesas de sus vasallos. Entonces la plebe salió a la calle a expresar su descontento, se dirigieron hacia la plaza principal de Desembarco del Rey, donde exigieron a gritos que la abdicación del rey, algunos incluso propugnaban el fin de la monarquía y la instauración de una república que estableciera el principio de igualdad para todos los habitantes de los Siete Reinos. Los nobles, sacerdotes y escribas fueron presas del espanto, llegaron a creer que aquella masa enfebrecida podía poner el tela de juicio el futuro de la monarquía, la mayoría temió por su cargo y sus privilegios. Algunos de ellos intentaron negar la mayor, convencer al pueblo de que el rey había ido hasta el otro lado del mar a matar dragones para protegerles de éstos, incluso que el pobre rey Robert se había obligado a hacerlo porque un malvado monarca de los reinos de Oriente le había invitado y éste no había podido negarse a riesgo de poner en peligro la estabilidad de los Siete Reinos, el rey siempre al servicio de su pueblo. Pero como la plebe no tragaba con semejantes patrañas, como cada vez que intentaban colarle una se enardecía todavía más, otros nobles y sacerdotes empezaron a amenazarlo con el infierno que les vendría encima si el rey Robert se veía obligado a renunciar a su trono, poco más que el Apocalipsis a la vuelta de la esquina. Pero la plebe seguía sin tragar y cada vez encontraba más motivos para elevar más alto su protesta. Entonces los pocos nobles que habían conseguido mantener la calma en mitad de la tormenta, se les ocurrió una idea genial para calmar los ánimos de las masas y así poder ahuyentar de una vez por todas la amenaza que se cernía sobre la corona. El rey tenía que dar la cara, debería dejar de comportarse como un rey por unos minutos, mostrarse como un hombre de carne y hueso, humillarse incluso delante de sus vasallos: tenía que pedir perdón. Y así lo hizo desde la balconada de su palacio que daba a la Plaza Mayor de Desembarco del Rey, salió renqueante de sus aposentos, se apoyo sobre la barandilla y gritó bien alto y claro para que lo oyesen hasta en el último rincón de la ciudad: ¡LO SIENTO, ME EQUIVOQUÉ, NO VOLVERÁ A OCURRIR! En ese mismo momento, la plebe que había llenado la plaza sin parar de vociferar insultos al rey, que había coreado todo tipo de canciones satíricas contra su figura, que había exigido a gritos su abdicación, y que también se había sumido en un profundo silencio nada más ver aparecer su figura sobre el balcón principal del palacio, estalló en un ensordecedor suspiro; ¡OHHHHHHHHHHHHHHHHH! La misma plebe que apenas unos segundo antes exigía su renuncia al trono, que lo vilipendiaba, que incluso exigía el establecimiento de la República, de repente se conmovió a la vista de su rey humillado y afligido pidiéndoles perdón. Al momento le dedicaron un sonoro aplauso y rompieron en vivas al Rey y a la monarquía. No podía ser de otra manera, por mucho que se hubiera reído de ellos exigiéndoles aguante y decoro ante la plaga mientras él se iba de caza, por mucho que les hubiera demostrado el inmenso desprecio que sentía hacia los sufrimientos del pueblo llano, por mucho que hubieran descubierto que su amado rey era en realidad un tarambana que se gastaba a su antojo los impuestos que ellos le pagaban, que exigía ejemplaridad a los demás mientras él vivía la mentira de una familia real perfecta; unas pocas palabras de arrepentimiento, una puesta escena impecable, habían bastado para recordarles que por encima de todo era su rey Robert Baratheon I, aquel a que tanto habían amado porque en el fondo era como ellos, igual de frívolo, manirroto y mentiroso; nunca tuvo un reino un monarca más digno de sí mismo.

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