martes, 26 de junio de 2012

ATRAPADO EN LA POLLERÍA


Como parece ser que de un tiempo a esta parte no me ocurren cosas excesivamente interesantes o cuanto menos divertidas, digamos que desde que servidor ha asentado sus reales en el trayecto que hay de Vitoria a Oviedo, que desde que me he recluido en casa para hacer mis labores y trabajos, que todo parece transcurrir en un deliciosa monotonía doméstica y familiar, tengo que reconocer que la realidad ya no me proporciona demasiado material para fabular por escrito, de modo que tengo que me veo obligado a recurrir a la pura y dura fantasía o, en su defecto, a esa otra dimensión de uno mismo que son los sueños.

Así pues, y ya por segunda vez, traigo a continuación uno de esos sueños raros, los cuales apenas bordean la pesadilla, sino que más bien se quedan en anécdotas grotescas o ya directamente chorras, que es a lo máximo que llega mi análisis freudiano de los mismos.

Hace un par de noches, durmiendo en casa de mis padres, soñé que me encontraba en la calle Foncalada de Oviedo donde vivo con mi mujer y mis críos. Habíamos quedado como casi todos los viernes para ir a comer a la pizzería de al lado de casa. Yo estaba deseoso de reencontrarme con mi pareja, encasquetarle al mayor, zamparme media pizza de la casa y otra media napolitana o a saber, unas pizzas deliciosas que hacen en La Competencia, de una masa finísima y crujiente, tomate casero de verdad, además, claro está, de trasegar dos jarras de cerveza rubia a rebosar de espuma...

Pues bien, subo Foncalada y me encuentro que mi señora baja por la misma calle acompañada de sus padres. Me cago en Dios, sé que se ha jodido el plan, ni pizza ni jarras de cerveza, ni cháchara insustancial acompañada de chorradas y salidas de tono por mi parte, toca hacer de formal, a ver adónde nos llevan sus queridos progenitores, sé que a partir de ese momento el resto de mi tiempo está a su merced, vuelvo a la adolescencia o casi. El padre de mi señora que nos quiere invitar a no sé qué restaurante que estuvo el otro día.  Pero tenemos que ir hasta la otra punta de la ciudad. Pues venga, arreando. Tú no, me dice mi señora, ¿has comprado los muslos de pollo? ¿No? ¡Qué van a cenar los niños! Huelo la escenita por la fruslería de turno. Se me ha olvidado comprar el pollo para la cena y es como si ya estuviera directamente matando a mis hijos de hambre. No pasa nada, vivo en la desmesura de las pequeñas cosas cotidianas, esas en las que olvidarte una cazadora en casa de tus padres adquiere inevitablemente proporciones de drama seakspiriano

Pero no pasa nada, en la esquina de Foncalada que da con General Elorza hay una pollería que no existe en la realidad. Le digo a mi señora que vayan yendo al restaurante, yo entro a comprar los muslos, los subo a casa y ya luego los alcanzo. Entro en la pollería, me atiende un chaval de apenas dieciocho tacos y con la misma cara de espabilado que una vaca mirando al tren. Me sirve los muslos sin mayor contratiempo, sólo cuando le pregunto el precio ahí ya le da el cortocircuito. 

-¿El precio? No sé, no pone ningún precio -se me queda mirando con los ojos como omóplatos.
-¿Y no puedes preguntar? 
-¿!?
-Que si no hay nadie al que puedas preguntar.
-Es que el jefe ha salido a un recado -me responde casi que indignado de que no haya tenido en cuenta semejante evento.
-¿No tiene móvil, no puedes llamarlo? -empiezo a ponerme nervioso, sé que mi señora me estará esperando con sus padres en el restaurante a tomar por culo- ¡llámale, joder, cómo si no vas a saber lo que me tienes que cobrar, que pareces bobo, ¡hostias!

El chaval se mete en la trastienda y yo rezo para que acierte con el teléfono. El tiempo pasa, me voy poniendo cada vez más nervioso, me comería las uñas si supiera sacarles algún valor gastronómico. Pasan los minutos, me imagino a mi pareja en el restaurante con sus padres y los niños; ¿pedimos ya?, ese ya no viene, hija. Entonces aparece por fin el joven tendero desde el fondo del túnel del tiempo.

-El móvil del jefe comunica...

No acabo de creerme que haya dado con el tío más tonto de todo el barrio. Aún así, tengo que hacer algo y rápido.

-Mira, te pago viente euros por los muslos, así luego le preguntas al jefe a cuánto los vendéis y te quedas con la diferencia.

-No puedo hacer eso, no si no sé el precio, no es correcto, me podrían echar.

Ya no me cabe duda, estoy siendo demasiado duro, cruel incluso, me encuentro delante de un retrasado y estoy exigiéndole más de lo que está en sus manos. De modo que desisto, no quiero pecar de cruel. Además ya llego tarde, mi mujer seguramente me echará bronca porque creerá que me he retrasado para no comer con sus padres, peor aún, para dejarla a ella sola al cuidado de los niños. Me la suda, así que como no voy a llegar a la comida, me dirijo directamente a casa desde donde pienso llamarla para contarle lo sucedido, sé que no me creerá, que todavía se cabreara más. Y estoy a punto de entrar en el portal cuando, de repente, tropiezo con mi amigo Luis, el cual además de vivir a más de trescientos kilómetros de aquí, estuvo la semana pasada con su mujer en casa haciéndonos una visita.

-¿Qué hostias haces tú aquí? -le pregunto.
-Nada, que voy al médico por lo del ácido úrico...

Y nada más, ahí se acaba el sueño. Sé que no tiene sentido, pero buscar otro final sería faltar a la veracidad de lo soñado. No pasa nada más, supongo que en ese momento me despierto, me doy cuenta de que me encuentro en mi cama de la casa de mis padres con mi pareja y el pequeño. Respiro hondo, un sueño que no llega ni a pesadilla, todo lo más a un mal rato que no ha existido. Como no existe la pollería de la esquina de mi calle, no existe el tontolaba del mostrador, ni por supuesto mi señora es tal y como yo la retrato, sino más bien todo lo contrario, un cielo. Eso y que como bien saben los que me conocen de verdad, los que me padecen de antiguo, el único que agobia al personal, el único cascarrabias y cagaprisas, es un servidor, faltaría más.



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