"Quina vida avorrida i estranya. És un suïcidi lent però assegurat.[..] L’alcohol m’ha fet molt de mal” (pàg. 12); “Tot és precari i incert. Insomni i pressió sensual llarguíssima” (pàg. 124); “La censura està insuportable. Em trobo en un moment de depressió irreparable. Potser seria hora de prendre una decisió i marxar. Aquest país és asfixiant. ¿Sobre què es pot parlar? No hi ha res a fer” (pàg. 142)."
Leo en La Nueva España la reseña del último diario de Josep Pla. Un libro que, advierte el autor de la reseña, sólo puede gustar a los amantes de las intrascendencias literarias o el mero chismorreo a cuenta de autores consagrados y así. Porque para el resto, añade, puede ser contraproducente: "No falta quien considere muy inconveniente el trato cercano con un escritor por cuya obra se profesa admiración..." Y en efecto, parece ser que meterse en ese diario de los últimos años de Pla, del solitario, apático y borracho escritor retirado a su masía y desencantado de todo, harto de todos, el Pla que confiesa desperdiciar los días uno tras otro tirado en la cama, el que dice sentirse incapaz de escribir una línea que merece la pena ser escrita, el Pla que es consciente de los estragos que causan en él y sobre todo a su edad su afición desmedida por la bebida y que sin embargo reconoce que las dos únicas cosas que todavía le satisfacen en la vida son el alcohol y la lectura. Es un Pla en su ocaso confeso, un Pla que se ve él mismo en el desbarrancadero de sus días, un autor que dice haberlo dado ya todo, que no espera nada ya de nadie, un Pla de naderías cotidianas de entre las que acaso se puede encontrar algún destello de ironía o un apunte más o menos genial sobre lo que le rodea o ha sido su vida. Unos diarios que pueden provocar tanto rechazo por lo que tienen de adentrarse en una intimidad siempre demasiado cruda del autor con todas sus miserias al aire, y en las que seguramente más de un escritor se verá reflejado muy a su pesar porque ese desánimo, ese desencanto, ese desastre final, es demasiado reconocible para el que padece esa patología enfermiza que es la escritura, la misma que te obliga tanto a la soledad estando rodeado de gente, que te condena al torbellino de la creación en medio de la nada, de la incomprensión generalizada en todo caso, también a la angustia de no saber si se podrá encauzar esa pasión creativa o de si se hará mal, de si una vez hecho llegará a algún lado o se quedará en ese cajón metafísico del anonimato o la indiferencia, y ya muy en especial, al eterno descontento con uno mismo.
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