martes, 3 de noviembre de 2015

LA CUADRILLA EN EL CEMENTERIO


Hoy es Día de Todos los Santos y me he acordado de una de mis chuminadas presuntamente literarias que tengo en el cajón almacenando polvo y olvido, LA CUADRILLA IMAGINARIA, una cosa de trasuntos de heteronimos pessoanos y gente de mal beber, una pijada de órdago, sí, de las que de verdad me gusta escribir. Pues eso, que me he acordado del capítulo dedicado al ginecólogo Reyes, un enamorado del mundo clásico, que transcurre en un cementerio de la pequeña ciudad ensismimada del norte donde vive esta cuadrilla de impresentables. Así que ahí va unos parraficos:

"Reyes nos invitó un sábado a la mañana a que lo acompañáramos en uno de sus paseos por el Cementerio De los Placeres. Hay que joderse, Reyes, a dónde nos llevas, pues - le reprochó Landeta, que no se fiaba de la salud mental del ginecólogo - que a éste ver tanto chocho seguro que le ha trastornado. Pero fuimos, vaya si fuimos, más que nada porque nos hacía ilusión vernos siquiera un solo día y durante un par de horas fuera de la biblioteca, para ver hasta dónde podíamos llegar como amigos, si podíamos prescindir de los libros o de las revistas con el fin de mantener una conversación como personas normales; ya veréis como tengo razón, lo que aquí encontramos es una sucesión de homenajes al mundo clásico. De homenajes y mal gusto, que había qué ver qué adefesios arquitectónicos habían elegido algunos para poner sus restos, puro kitsch funerario, un totum revolotum de rudimentos neoclásicos mezclados con la fantasía orientalista de unos, la megalomanía áurea de casi todos y la escuela regionalista de algún que otro nacionalista recalcitrante que se había llevado a la tumba su veneración por las presuntas esencias eternas de su patria irredenta -de juzgado de guardia aquel panteón con columnata dórica de mármol y el frontispicio con el entramado de madera típico del caserío vasco-. Por su panteón los conocerás, afirmaba Reyes, porque según él la elección de determinado estilo clásico era un reflejo del alma, si la tenía, del finado o del clan de éste. El dórico, incluso el jónico, solía corresponder a las familias de toda la vida, la sobriedad y el tamaño justo, sin demasiadas alharacas decorativas, próceres de la ciudad y linajes de la economía local, algunas hasta colocaban un busto suyo como si fueran patricias de las de verdad; ni que decir que los había que, árbol genealógico en mano, pretendían remontarse hasta el rapto de las Sabinas; que sí, que sus antepasados estuvieron allí antes de comprarse una finca en el norte de Hispania, un fundus decían ellos, digo yo que de haberlo escuchado en algún reportaje de la tele o algo parecido. El corintio ya era otra cosa, casi nunca solía ser puro si es que este concepto se puede aplicar a semejante estilo, y menos en estos casos en los que el adjetivo abigarrado se queda demasiado corto y el presupuesto demasiado largo. Porque, además, no acostumbraban a escatimar en materiales caros, nada de mármol de Mañaria, eso quedaba como de pueblo, a ser posible de Ferrara o granito de Cerdeña, que se note dónde hay pelas. Los panteones con columnata corintia desbordaban motivos florales y alegóricos por todos los lados. Por no hablar del frontispicio, algunos asemejaban verdaderas pateras sobre las que se amontonaban los personajes de la mitología grecorromana al completo acompañadas en algunos casos por la imagen del dueño ataviado cual emperador romano en posición ecuestre o, ya en un arranque de póstuma humildad, de infante. Ni qué decir tiene que este tipo de mausoleos de la confusión, este barroco de la ignorancia, pertenecía en su mayoría a nuevos ricos obsesionados con dejar huella en este mundo, tanto que lo que dejaban bien podía pasar por un corte de mangas a los verdaderos amantes del arte. Aún así, de entre todos los tipos de panteones con los que uno se podía tropezar en el cementerio los más llamativos, e incluso entrañables, eran precisamente aquellos que más aborrecía el erudito de Reyes, tan ortodoxo como era en todo lo relacionado con lo clásico. Lejos del conglomerado de despropósitos presuntamente decorativos, los panteones de estos hombres solían ser testimonios póstumos de su amor por unas tierras lejanas en las que quizás vivieron algún tiempo, o que habían soñado que visitarían algún día a lo largo de toda su vida. Más o menos tipos como nosotros, aquejados de saudades sin sentido, trotamundos de biblioteca, ciudadanos honoríficos de Babia. Uno que había hecho la guerra de Marruecos y se había enamorado de aquellas tierras no había dudado en construir una réplica de las tumbas meriníes de Fez rematado con una enorme cruz. ¡Sacrilegio, sacrilegio!, bramaba Landeta, el cual era un enamorado de lo islámico, un renegado, para qué andarnos con remilgos, y no podía soportar la visión de una supuesta reproducción de una de las joyas arquitectónicas del Islam en mitad de un cementerio cristiano. Otros finados, más recatados, se conformaban con añadir una cuantas gotas de arte morisco, bizantino, irano-indo-mongol, chino, birmano, lo que fuera, cuanto más exótico mucho mejor, más fetén, al acabado neoclásico de sus panteones; eso sí qué es un sacrilegio, tronaba Reyes a su vez. Había de todo, desde un Buda sobre la tumba de un enamorado de la filosofía oriental hasta la máscara de un chamán de la etnia fang traída por alguno que hizo fortuna maderera en la Guinea Ecuatorial. Esto es una vergüenza, no respetan nada. La existencia de lo que él calificaba como anacronismos estéticos, dificultaba el ejercicio de imaginación de Reyes según el cual el cementerio era un trasunto de una antigua colonia romana, una ciudad en la que los panteones pasaban por templos o palacios de la nobleza local, y las tumbas más modestas por las casas bajas en las que se hacinaba la plebe. Inútil argumentar con él que en la Roma de los Césares el sincretismo arquitectónico estaba a la orden del día, que tan pronto te encontrabas un templo dedicado a cualquiera de los dioses de la religión oficial como un remedo de pirámide egipcia en el que habían enterrado un antiguo gobernador del granero más grande del Imperio; ahí, ahí es cuando empezó la caída de Roma.

Reyes nos estuvo apabullando durante un buen rato con su erudición tan a contracorriente en este siglo de ordenadores y células madre, y también con los chismes que corrían a cuenta de muchos de los dueños de los panteones que estaban allí enterrados, y que él había conocido de cerca o de oídas, porque para algo pertenecían en su mayor parte a esa pequeña burguesía urbana de la que él mismo procedía. A destacar, entre todas esas historias de megalómanos recalcitrantes dispuestos a dejar sin un duro a sus descendientes con tal de poder realizar su sueño de descansar eternamente al modo de los faraones, aquellas que conjeturaban acerca de la verdadera identidad de la mujer que yacía en tal o cual panteón al lado de su dueño, que los había con tan poca vergüenza que después de toda una vida de discreción, de saber guardar las formas, parecía que habían querido resarcirse de ello maquinando para la posteridad un canje de tumbas. Y esto le hacía una gracia infinita a Reyes, todo lo que tuviera que ver con enredos de faldas y similares, como si fuera el colmo de lo chusco, lo más gracioso que podía esperar de sus paisanos, tan aburridos en vida, tan serios, tan de no levantar una voz más alta que otra, no se vayan a enterar los vecinos que somos humanos. Y mira tú por dónde, qué callado se lo tenía, los que se jactaban de ser de misa diaria, gente de orden, hostias consagradas y de repartirlas, la salvaguardia local de los valores eternos. Se destornillaba de risa con sus propias palabras, ni siquiera esperaba a comprobar si los demás habíamos sido capaces de vislumbrar la hondura cómica del asunto. ¿Pero acaso merecían todas aquellas historias, tan de mentidero provinciano, otro esfuerzo corporal que no fuera el de una simple sonrisa? En su caso podía ser comprensible por que los personajes tenían rostro y biografía, había tratado a la mayoría de ellos, había conocido sus embustes, sus miedos, sus miserias, todo aquello que los había convertido en esclavos de su propia gazmoñería, una esclavitud de la que sólo se habían atrevido a romper las cadenas una vez muertos.
Y aún así, Reyes no sentía ni el más mínimo asomo de simpatía hacia los difuntos; al contrario, el hecho de que no hubieran tenido la valentía de emanciparse en vida, de enfrentarse al vituperio siempre profundamente reaccionario de la ciudad y de todos los suyos, era un motivo más que añadir a la larga lista que había confeccionado durante años para justificar de alguna manera el profundo desprecio que destilaban sus palabras cada vez que se refería a ellos. Esta gente no amaba la cultura clásica, la utilizaba para dignificar sus tumbas, para aparentar. Reyes reprochaba a aquellos vesanos extintos, patricios de postín, que, a imitación de sus iguales en la que fue y es de verdad una ciudad eterna, acostumbraran a hacer un uso egolátrico de su amado latín. En cambio, admiraba a los verdaderos latinistas que según él creía haber descubierto leyendo los epitafios desperdigados por el cementerio. Te tropiezas con verdaderas joyas del genio epitafial. Reyes había descubierto entre la trivialidad imperante al estilo de los tuyos que no te olvidan o ese tan triste de trabajó toda su vida para sacar adelante una familia, verdaderas joyas lapidarias. Joyas escritas las más en latín, sentencias que en unos casos el muerto había tomado prestadas de los grandes escritores de la antigüedad, en otros de la literatura mural encontrada en ciudades como Pompeya, y en el menor de ellos alguna que otra de su propia cosecha. Una colección de declaraciones de principios, loas a la vida, despedidas patéticas y, sobre todo, cortes de manga a la familia, los amigos, el trabajo, la ciudad, el país, a todo el mundo. Quizás por eso mismo habían mandado que fuesen escritas en la lengua de Marcial, para que no supiera la familia lo que decía, ni la familia ni nadie susceptible de ir con el chivatazo a los parientes; oye, ¿ya sabéis lo que ha puesto vuestro padre en su epitafio? ¿Tan mal os llevabais que ha esperado a morirse para mandaros al carajo desde la tumba? Más que nada para disfrute de algún que otro resabido que pasara por allí a la manera de Reyes, callejeando entre los nidos de la muerte. Este se imagina al muerto dictándole a la familia su última voluntad; y me vais a poner este epitafio, para que os enteréis, bueno, no, mejor que no, que sois unos mierdas, que sé que os da miedo lo que puedan decir, que sepan todos lo mucho que os odio, a vosotros, a ellos, a todos... Fi! Ecce hora! Uxor mea me necabit! Vacca Foeda! Te audire no possum, musa sapientum fixa est in aure. Estne volumen in toga, an solum tibi libet me videre? Caesar si viveret, ad remum dareris. Mellita domi adsum. Sentio aliquos togatos contra me conspirare. Nihil curo de ista tua stulta superstitione. Non curo, si metrum non habet, non est poema."

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