lunes, 24 de enero de 2022

EN EL CONFESIONARIO


 

   Hoy he soñado que estaba en la capilla del cole a donde nos llevaban los jueves por la tarde para confesar los pecadillos de la semana. A mí, que aunque me mandaban a estudiar con aquellos frailones toda la cosa de la religión me la sudaba y mucho porque en mi casa no eran precisamente practicantes, me gustaba aprovechar el momento para dar rienda suelta a la imaginación cuando entraba en el confesionario y no paraba de soltar una trola tras otra, la mayoría de las veces con el propósito de escandalizar al cura al otro lado de la celosía. Otros gustaban más de confesarse con los curas que los esperaban apartados en los bancos de la capilla. Y digo que les gustaban porque todos sabíamos que aquellos curones se les iba la mano a la rodilla nada más sentarte a su lado, y de ahí para arriba, o para abajo, eso ya a gusto del cura sobón. De hecho, la mayoría se sentaba a sabiendas de que sería más o menos manoseado mientras confesaba erecciones que no habían tenido viendo a sus hermanas cambiarse de ropa en casa o con la dependienta de turno con la que todos en aquellas edades empezamos a darle gusto a manubrio.

Yo era más de entrar al confesionario, siquiera por simple higiene mental y porque la cosa solía ser más rápida: tres pajas cada día durante la semana pensando en las vecinas del portal de al lado, una por cada, y algún que otro juramento cubriendo a Dios de purines cada vez que alguien me metía un gol jugando al futbolín, y algún que otro exabrupto dedicado a mi madre por esa manía suya de ponerme sesos de cordero rebozados para cenar, lo que al cambio eran un par de padrenuestros y no me acuerdo ya que otra monserga.
Sin embargo, en el sueño el compañero que había entrado antes al confesionario no acababa de contar sus pecados, como que estoy seguro de que debía tratarse del puto Abaurrea, el cual acostumbraba a tardar lo suyo y al salir te dejaba dentro el aroma de sus pedos. Entonces oigo que el profe nos ordena ponernos con los curas de los bancos para que no se haga tarde. Para mí es la primera vez y reconozco que siento verdadera aprensión al sentarme al lado de aquellos curas ya jubilados que parecen dedicarse a esos menesteres en exclusiva. Tal es así que cuando al final llega mi turno y me siento al lado del cura enseguida descubro que se trata de un viejales del que todo el mundo cuenta que acostumbra a ir por los pasillos del cole sacándole la lengua a los alumnos que más le llaman la atención. Creo que se me cierra el culo de golpe; pero, entonces va el tipo y me pone la mano en la rodilla mientras me pregunta: "¿Tienes de lo que arrepentirte, hijo?" En ese momento pego un brinco para levantarme del banco y dejo al cura plantado con el cuento de que el colega del confesionario acaba de salir justo en ese momento. Así que me meto de cabeza en el cubículo oscuro aquel de las confesiones, más que nada confiando estar a salvo de la mirada, la cual ya solo puedo imaginar libidinosa, del cura que me acaba de poner la mano en la rodilla. Entonces oigo una voz desde el otro lado de la celosía
- ¿Tiernes argo que arrepentirrrrte, lieber Mein Sohn?
- Sí, sí, padre, he pecado, de hecho llevo toda la semana pelándomela sin parar pensando en las vecinas, la frutera, la pescatera, la churrera del barrio...
- Was sagst du zu mir, Sünder? Ich werde auf deinen Schniedel schauen müssen, um zu wissen, wie du ihn hast, um zu sehen, wie sehr du gesündigt hast (¿Qué me dices, pecador? Voy a tener que mirarte la pilila a ver cómo la tienes para saber cuánto has pecado).
- Pero, ¿por qué me habla en alemán? ¿Quién es usted?
Momento en el que derribo de un manotazo la celosía y descubre que el tipo que está al otro lado no es otro que Ratzinger, vamos, el anterior Papa, Benedicto no sé cuántos. Con todo, tampoco lo puedo calificar de susto, porque para tal el que he tenido cuando sentía que alguien me ponía la mano el la cabeza y me he despertado de sopetón tras arrearle a mi señora un manotazo en todos los morros. Pues sí que empieza bien el fin de semana

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