Artículo para la revista cultural BABAB: https://www.babab.com/2022/03/08/leila-slimani-operacion-triunfo/
No existe un enfoque femenino concreto, hay tantos como autoras, por lo que en este caso la mirada sobre la adicción sexual de la protagonista de esta novela no es otra que la de su autora Leïla Slimani y para de contar. Ya, lo sé, de Perogrullo; pero, ¿cuándo se ha hablado del enfoque masculino de las cosas en Camus, Joyce, Kafka, Pessoa, etc., que lo tienen, faltaría, cada cual el suyo, para destacar la obra de un autor más allá de su singularidad como tal?
Acostumbrado a glosar las excelencias o no de autores consagrados, siquiera ya solo a autores cuya obra, o al menos una de ellas, transcendió en su momento, tocaba preguntarme cómo se consagra un autor hoy en día. ¿Se consagra por el propio peso de su obra o lo consagra la industria con la ayuda de los medios porque, y por lo que sea, le interesa? ¿Se consagran de verdad todos los autores que esos medios nos presentan como imprescindibles de nuestra época, futuros clásicos como consecuencia del consenso de la crítica o/y el público?
Busco un autor del momento para intentar encontrar las respuestas, un autor o autora, por supuesto, que considero que ha irrumpido en la escena editorial, la que sea, con un éxito de crítica y/o público que justifique la atención de la prensa especializada, y no solo, hasta el punto de empezar a cosechar los premios más prestigiosos y también conocidos del, vamos a decirle así, sistema literario al que pertenece y al que, precisamente como consecuencia de ese éxito inicial, inaugural sería más preciso, consigue trascender el marco lingüístico o nacional que le es propio a ese otro internacional, en un espacio de tiempo verdaderamente sorprendente si no fuera porque nada de esto sorprende ya en un mundo en que todo está a la distancia que va desde nuestros pulgares a las teclas de un ordenador.
Busco un autor para reflexionar sobre el modo en que se construyen las grandes figuras de la Literatura de nuestros días, si es solo por sus propios méritos o como consecuencia de una eficaz campaña promocional por parte de las grandes editoriales que los tienen en nómina, si su éxito viene determinado por la originalidad de su propuesta literaria o acaso ya solo porque responde a una demanda muy concreta del público lector del momento e incluso si existen razones extraliterarias. Lo busco y me encuentro con la autora francesa de origen marroquí Leïla Slimani porque sospecho que en ella se da un poco de todo lo que he mencionado antes, si bien no todo en la misma medida o proporción.
Leila Slimani (Rabat, Marruecos, 3 de octubre de 1981) es una escritora francomarroquí de madre francoargelina y de padre marroquí, alumna del Liceo francés de Rabat, que creció en una familia de habla francesa. En 1999, se instaló en París, donde se diplomó en el Instituto de Estudios Políticos de París. Tras intentar iniciar una carrera como actriz de teatro, Slimani decidió completar sus estudios en el ESCP Europe Business School, con una formación en medios de comunicación. Su primer trabajo como periodista fue en L’Express y el último en la revista Jeune Afrique en 2008, donde se ha encargado de los temas relacionados con el norte de África. En 2012, coincidiendo con el curso de creación literaria que organiza la prestigiosa editorial Galimard que dirige el conocido editor y escritor Jean-Martin Laclavetine como tutor, dejó la redacción de Jeune Afrique para dedicarse a la escritura, aunque sigue trabajando por su cuenta para la revista. En 2014, publicó su primera novela en Galimard, Dans le jardin de l’ogre (2014), donde trata sin tapujos y mucha ironía la adicción sexual de Adèle, una joven parisina de clase media alta, periodista en una prestigiosa revista, casada y con un hijo. Así pues, y según las convenciones al uso, se podría decir que nos encontramos con una mujer joven y exitosa que parece tenerlo todo, con una vida idílica. Sin embargo, Adèle se siente obligada a aprovechar todas las ocasiones que le surgen para satisfacer unos deseos sexuales que se le presentan al lector como irrefrenables. De ese modo, Adèle se muestra obsesionada con seducir en todo momento y a cualquier varón que considere atractivo sin reparar si se trata de sus compañeros de trabajo mientras toma una copa con ellos, los amigos de su marido médico e incluso con un desconocido en mitad de un callejón, situaciones que rozan el surrealismo. Lo que sea, o mejor dicho, lo que surja en cada momento con tal de satisfacer ese impulso irrefrenable de mantener sexo a todo costa con todo varón que se le ponga a tiro, las más de las veces sin apenas hablar media palabra y siempre sin compromiso alguno. Con todo, y como es previsible en estas historias de adicciones, lo que en un principio puede parecer una historia en la que nos sorprende y divierte la desenvoltura con la que la protagonista satisface sus deseos, todo ello escrito con un lenguaje extraordinariamente explícito y directo, con no pocas gotas de humor incluso, para describir una buena parte de sus encuentros íntimos, acaba derivando en un drama puro y duro a medida que avanza la novela y ahondamos, tanto en el vacío que Adèle demuestra sentir en su interior y que la anima a llenarlo con su adicción al sexo (“Se imagina a los hombres uno tras otro, introduciendo su verga dentro de su vientre, por detrás por delante, hasta alejar la pena, hasta acallar el miedo que se oculta en el fondo de ella” -En el jardín del ogro-.), como el proceso de destrucción que dicha adicción empieza a generar alrededor de su idílica existencia, sobre todo en lo que se refiere a la relación con su marido y más tarde con el resto de su familia, en cuanto empieza a perder el control de la situación. Un drama que parecería necesario para justificar la categoría de novela tradicional del texto que tenemos entre las manos, desarrollo, nudo y desenlace, al fin y al cabo todavía hoy en día la fórmula del éxito entre el gran público, pero que a mí se me antoja una concesión demasiado fácil a esa tradición de reminiscencias decimonónicas y, pese a que en una primera lectura pueda parecer lo contrario, decididamente moralista con Madame Bovary como principal referente. En cualquier caso, una Madame Bovary contemporánea, empoderada a su manera, o mejor dicho, para lo que quiere, cuya mayor atractivo, puede que novedad, es la escritura aparentemente ligera, acaso todavía a estas alturas transgresora por lo que tiene de tratamiento explícito del sexo y con un trasfondo psicológico que es a mi entender lo más interesante de la novela por el empeño de la autora en analizar las acciones de la protagonista desde una perspectiva femenina, siquiera ya solo en contraste con lo que ha sido lo habitual en la literatura hasta no hace mucho. Claro que eso del enfoque femenino resulta algo tan amplio e inabarcable como su opuesto. No existe un enfoque femenino concreto, hay tantos como autoras, por lo que en este caso la mirada sobre la adicción sexual de la protagonista de esta novela no es otra que la de su autora Leïla Slimani y para de contar. Ya, lo sé, de Perogrullo; pero, ¿cuándo se ha hablado del enfoque masculino de las cosas en Camus, Joyce, Kafka, Pessoa, etc., que lo tienen, faltaría, cada cual el suyo, para destacar la obra de un autor más allá de su singularidad como tal? Me temo que esa necesidad de seguir destacando la condición femenina de las autoras a diferencia de lo que ocurre por norma con los autores es una manera harto contraproducente de perpetuar el rol de género en un ámbito como la Literatura donde la individualidad creativa lo es todo.
En cualquier caso, nos encontramos con una novela muy entretenida y sobre todo eficaz en lo tocante a convulsionar, siquiera en apariencia y con la intensidad justa, a un público lector todavía dispuesto a ser convulsionado por un tema como el de la adicción sexual femenina. No es extraño, pues, que eso que denomino “convulsión editorial”, si bien a una escala muy por debajo de esa otra a la que nos tiene acostumbrados Houellebecq, fuese ensalzada por la crítica y nominada a varios premios de relumbrón. De ese modo, faltaba la siempre decisiva y por lo general fatal aparición de la segunda novela de Leïla Slimani para poder rubricar o no la existencia de una nueva estrella en el firmamento de la literatura francesa. Canción triste (2016) fue la rúbrica a la que nos referimos, doble incluso si tenemos en cuenta que obtuvo el galardón más importante de las letras francesas del mismo año, el Premio Goncourt. Nos encontramos con la historia de una niñera contratada por un matrimonio de clase media, los Massé, la cual acaba haciéndose con el control de la casa y, sobre todo de los niños; “cada vez se desentiende de más tareas, se las encomienda a una Louise agradecida (…) Louise se mueve entre bambalinas, discreta y poderosa. Maneja los hilos sin los que la magina no existe. (…) Una historia tan turbadora y difícil de contar sin caer en la estela de las películas de serie B al estilo de, en este caso ineludible, La mano que mece la cuna (1992) de Curtis Hanson y protagonizado por Rebecca de Mornay, que solo un autor con verdadero talento narrativo podía conseguir elevar a la categoría de ejercicio literario serio. Y eso es lo que parece que Slimani está a punto de lograr en Canción triste gracias al estilo ágil y directo, ese que le lleva a intentar sobreponerse a los clichés de lo que sería un mero thriller usando todos los recursos narrativos a su disposición, y de entre los que hay que destacar en este caso el de comenzar la novela revelando el desenlace con un impactante: Le bébe est mort. Il a suffi de quelques secondes. (El bebé está muerto. Ha sufrido unos pocos segundos.). Un comienzo que, por supuesto, nos evoca a ese otro famoso de L´Etranger (1942, El extranjero) de Albert Camus: Aujourd´hui maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas (Mamá ha muerto hoy. O puede que fuera ayer, no lo sé.). Un recurso tan viejo y obvio que hay que saber tirar muy bien de él para justificar ese trastocamiento del orden tradicional de la fórmula cuasi sagrada de “desarrollo, nudo y desenlace”. Y a fe mía que Slimani lo consigue gracias al talento que ya demostró en su primera novela, ya sea con la puesta en escena de los personajes y las disquisiciones psicológicas alrededor de estos, en especial los que atañen a la madre. Sin embargo, considero que la novela empieza a perder fuelle a partir de la segunda mitad de esta, ya sea porque la autora ya lo ha dado todo y solo le resta cerrar el libro de la mejor manera que puede, y de ahí que la mayor parte de lo que sucede hacia el final del libro resulta previsible y hasta reiterativo, o porque no se ha atrevido a salirse de un guión que parecía venirle dictado de antemano y no ha sabido o querido ser valiente para ofrecernos algo verdaderamente original.
Con todo, reitero que Canción triste de Leïla Slimani fue premiada con el galardón más prestigioso del país galo, nada más ni nada menos que el Goncourt, un premio que hasta no hace mucho era garantía de excelencia literaria en un país que hace gala de saber reconocer el talento de sus escritores más allá de las modas o el volumen de sus ventas. En todo caso, un premio que consagró a Leïla Slimani como la novelista revelación del momento, ya no solo en Francia, sino también en el mundo entero por obra y gracia del alcance mediático que tiene dicho premio y que hace que las principales editoriales del resto de países se rifen a la autora para apuntarse el tanto de ser los primeros en traducir la obra premiada a sus respectivos públicos. Así pues, y en un corto espacio de tiempo que va desde su primera novela en 2014 a la segunda en 2016, Leïla Slimani se ha convertido no solo en la más reciente revelación de la literatura francesa del momento, sino también en una verdadera figura mediática que supera con creces el ámbito de lo exclusivamente literario, es decir, los suplementos de los periódicos y los programas radio-visuales dedicados al fomento de los libros. Dicho de otra manera, Slimani ya es una escritora conocida, no solo por aquellos que leen libros, sino también por todos aquellos que están al corriente de los personajes que frecuentan, tanto las páginas de los periódicos opinando de asuntos que no tienen que ver en exclusiva con la literatura como los principales programas de entretenimiento. ¿Por qué motivo Slimani ha trascendido lo exclusivamente literario para convertirse también en un rostro mediático para el gran público? Pues porque en mi opinión la escritora franco-marroquí reúne las condiciones necesarias para convertirse en una voz joven, femenina y mestiza, esto es, a caballo entre la cultura francesa y la marroquí, o árabe y/o musulmán por extensión. Una voz, si se quiere, de moda en una época en la que la necesidad de visibilizar la diversidad cultural, étnica, de género o de lo que sea, cada vez es más solicitada y además necesaria. Una voz que en este caso además compagina el periodismo y la literatura, es decir, la capacidad de comunicación y de reflexión. Dicho en plata, Leïla Slimani tiene un plus como escritora de cara al gran público que no tienen, por ejemplo, la mayoría de escritoras de su misma edad nacidas en cualquier punto del Hexágono, y carentes tanto de sus circunstancias socio-culturales como de un exotismo que, para qué negarlo, siempre resulta tan atractivo como necesario en un país tan multicultural como Francia. Un plus que, en principio, no debería ser tenido en cuenta a la hora de valorar su obra literaria, y de hecho yo creo que el talento de Slimani como escritora está más que acreditado; pero, puede que no tanto los verdaderos motivos de su fulgurante trayectoria dentro de lo que podemos llamar el estrellato literario. Tal es así que me resulta prácticamente imposible desligar la repercusión que ha tenido su tercera novela, El País de los otros (2020), de esa especie de confabulación entre lo literario en el sentido más estricto del término y lo mediático en su forma más comercial, a la hora de enfrentarme a un texto que a mi juicio no cumple con las expectativas que una editorial como Gallimard nos ha querido vender como la gran revelación de las letras galas.
Y no lo digo porque piense que El país de los otros sea una mala novela, ni mucho menos. Al contrario, creo que es una novela muy digna porque está muy bien escrita y con una historia muy interesante que atrapa e incluso emociona; pero, así y todo, no es una novela que deslumbre por su estilo ni tampoco una historia demasiado original. Sin embargo, no es ni de lejos la gran novela destinada a consagrar a su autora como la joven y fulgurante estrella de las letras francesas tal y como parece que la editorial Gallimard nos la ha querido vender con un lanzamiento mediático espectacular, el cual, por lo general, suele reservar a sus autores verdaderamente consagrados como consecuencia de una larga y exitosa carrera. Recuperando la odiosa comparación hecha unas líneas más arriba: Slimani no es Houellebecq. Al menos no lo es todavía y tampoco sus primeros libros han estado a la altura del polémico y poliédrico autor nacido en la isla de Reunión. Otra cosa es que la editorial quiera que Slimani lo sea a toda costa e incluso que la trate ya como si lo fuera, y de ahí una atención mediática que a mi juicio sobrepasa con creces los méritos literarios que las escritora franco-marroquí ha atesorado hasta el momento.
En El país de los otros su autora nos cuenta una historia inspirada en su propia historia familiar, la de Mathilde, una mujer alsaciana que se enamora de Amín Belhach, un excombatiente marroquí del ejército francés durante la II Guerra Mundial. Es 1944 y ella lo deja todo para irse a vivir con su marido a Mequinez (Marruecos), perteneciente todavía al entonces Protectorado francés. Una vez asentada Mathilde tiene que hacer frente a su condición de extranjera entre unas gentes que recelan de ella por serlo y también por mujer. Un país que tendrá que descubrir por su propia cuenta y riesgo al mismo tiempo que lo hace también con un marido, el cual, ya de vuelta a su país se le antojará, un perfecto extraño. Amín se mostrara en constante conflicto con sus raíces y su educación occidental, francesa. Un conflicto personal que coincide con el momento previo a la independencia de Marruecos y con el consecuente incremento del fervor nacionalista de sus paisanos. Amín tiene grandes planes para su finca, quiere sacarle provecho a la tierra, convertirse en un terrateniente como sus vecinos colonos, los cuales, al ver en peligro su futuro en Marruecos con la llegada de la independencia, son cada vez más hostiles hacia los nativos. Amín dedicará todos sus esfuerzos a intentar sacar adelante unas tierras ingratas, cuando no incluso baldías, descuidando no solo las relaciones con sus vecinos europeos y ganándose la desconfianza de sus paisanos, sino también a Mathilde, la cual se verá cada vez más aislada de todo, cada vez más entregada a la nostalgia de su tierra alsaciana, y todo ello a pesar del asidero que supone para ella el cuidado de sus hijos y su empeño en recuperar la atención de su marido.
Hasta aquí una historia al uso de la época colonial, en este caso ambientada en los años previos al final del Protectorado francés en Marruecos. Un periodo histórico que muchos escritores han tratado en sus libros, tanto franceses, siendo pied-noir Albert Camus el más famoso de todos, como la lista interminable de magrebís que eligieron el francés como lengua literaria al estilo de los argelinos Mohammed Dib, Assia Djebar, Rachid Boudjedra, Maissa Bey, Yasmina Khadra, Kamel Daoud, Malika Moqaddem, etc., los marroquíes como el famoso Tahar Ben Djelloun, Abadía Laroui, Rabi Mubarak, Muhamad Tazi, Layla Abú Zayd, Fatima Mernissi, Malika Oukfir, o los tunecinos como Abdelwahab Meddeb, Bakri Tahar, Mustapha Tlili, Hele Beji, Mellah Fawzi, Azza Filali o Abdelwahab Meddeb. Así pues, nos encontramos ante una temática y un contexto concretos ampliamente tratados por la literatura, y no solo en lengua francesa, pues no hay que olvidar las traducciones de los escritores magrebís que escriben en árabe sobre los mismos temas. Una literatura magrebí en lengua francesa que con contadas excepciones, como la de Yasmina Khadra, Tahanr Ben Djelloun y puede que también la escritora Fatima Mernissi, puede que no sean tan conocidas por el gran público, pero sí por cualquier lector interesado en ese periodo histórico concreto al que la escritora franco-marroquí Leïla Slimani ha dedicado su tercera novela. En consecuencia, resulta imposible leer El país de los otros y no tener la impresión de que se trata de una historia leída mil veces antes en la que cambian los personajes, y acaso un poco el escenario, pero en la que todo remite a una especie de secuela, no ya solo de lo leído a otros escritoras magrebís, verdaderas referentes en sus respectivos países de la lucha femenina en el mundo árabe y musulmán, sino de un folletín cualquiera de esos que tienen como modelo Out of Africa (Memoria de África) de Isak Dinesen, escritos con mayor o peor acierto, pero casi siempre por personajes conocidos que de repente se meten a escritores, por su propia cuenta o la de sus negros, y que de tanto en tanto consiguen tocar la campaña del éxito de ventas y acaban vendiendo sus derechos para la gran o pequeña pantalla. Claro que aquí se me podía señalar que lo que marca la diferencia de la novela de Slimani es el punto de vista femenino con el que trata el tema, como si la archiconocida novela de Isak Dinesen no lo tuviera también, o no existieran escritoras magrebís como Fatima Mernissi, Assia Djebar, Maissa Bey, Azza Filali y otra muchas más, las cuales han escrito tanto sobre los pormenores de sus sociedades antes, durante y después del periodo colonial, como de la situación de la mujer en estas. La diferencia estribaría, en todo caso, en el hecho de que todas estas escritoras magrebís no han sido promocionadas como lo ha sido Slimani gracias al poderío mediático de una editorial como Gallimard, a efectos prácticos la que decide qué autor merece el estrellato en el país vecino.
Otrosí, mi problema con El país de los otros no tiene que ver solo con la impresión de que esté leyendo todo el rato una historia mil veces antes contada, un remedo cualquiera de un culebrón exótico, tampoco con la escasa simpatía que me provoca la protagonista de la novela y lo mucho que me chirría la displicencia que vislumbro a ratos en la presentación de los personajes nativos al más genuino estilo de la literatura colonial que los describía poco más que como salvajes de los que solo se podía esperar todo lo peor, ni siquiera con mi sospecha cada vez más asentada de que la repercusión de dicha novela está intrínsecamente relacionada con una apabulladora campaña mediática para convertir a la joven promesa de Gallimard en un fenómeno editorial por obra y gracia de repetir a todo el mundo que la chica lo vale porque es joven, guapa, exótica, culturalmente mestiza y sabe desenvolverse muy bien en los medios, es decir, justo lo que le conviene ahora a las letras francesas para presumir de nueva savia, multiculturalidad y feminismo, sino con la convicción de que, siendo Slimani una escritora muy dotada, tal y como lo demostró en su primera novela y apuntó en la segunda, ha desaprovechado la oportunidad que le ofrecía una historia más o menos trillada pero siempre a un paso del novelón con todas las letras, una historia que además debía haberle estado rondando la cabeza desde hacía tiempo porque hunde sus raíces en su propia historia familiar, para imprimirle su verdadero marchamo, aquel con el ya marcaba la diferencia en sus primeras novelas y que yo cifraría en cierto desparpajo en el estilo y una visión mucho más mordaz de la realidad que la que aparece en su última novela. Dicho de otra manera, después de haber leído sus dos primeras novelas uno tiene la impresión de que Slimani se ha contenido demasiado en esta última, como si le hubiera dado miedo no dar la talla después de toda la expectación mediática creada alrededor de su lanzamiento, miedo incluso a no estar a la altura de la historia que tenía entre manos en la convicción de que un estilo demasiado desenfadado podría haber perjudicado su consagración tan temprana como definitiva de figura de las letras francesas, con lo que eso supone en un país en el que todavía se respeta a los intelectuales casi que como una seña de identidad patria, siquiera ya solo por tradición aunque no los lean, como que Slimani incluso se pudo permitir el lujo de rechazar la oferta del presidente Macron de ponerla al frente del ministerio de cultura. Y claro, no hay peor corsé para un escritor que el miedo a ser él mismo. De hecho, para eso mejor dedicarse en cuerpo y alma al folletín. Tal es así que estoy convencido que la historia habría tenido un carácter muy diferente si, en lugar de ser narrada en una tan anodina tercera persona, lo hubiera hecho en primera, obligándose a meterse de verdad en el personaje de Mathilde, o lo que es lo mismo, narrando a través de sus ojos, en tiempo real incluso, en vez de la distancia de una joven escritora marroquí de clase media-alta que ha pasado más tiempo en Francia que en su país natal y cuya cultura y lengua ella misma ha declarado en numerosas ocasiones haber sido siempre la francesa casi que en exclusiva, razón por la que uno tiende a pensar a lo largo del libro que la mirada que aparece en El país de los otros está más impregnada del exotismo con el que los escritores europeos han tratado tradicionalmente los temas relacionados con países como Marruecos, que con el que se podía esperar de una escritora verdaderamente enraizada en la realidad de su país de origen.
Txema Arinas
Oviedo, 11/01/2022
Texto © Txema Arinas
Fotografía © Heike Huslage-Koch, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons
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