domingo, 27 de marzo de 2022

CICLOCROS POR LA AVENIDA

 


       No por muy bloqueado que esté en cierta red social por haber subido la ilustración de un grupo de homínidos a los que, vaya por Dios, mira que no darme cuenta de que les asomaban los pelos de las pelotas del taparrabos, no por ello dejo de tener mis pesadillas. 

 

      Esta noche he tenido uno de mis sueños recurrentes. Me encontraba en la acera del portal de mi casa de la Avenida Gasteiz donde viví hasta los catorce años. Sin embargo, en el sueño debía rondar los ocho o nueve, que fue cuando mis tíos de Venezuela me regalaron aquella bicicleta Torrot con la que pasé la mayor parte de las tardes de mi infancia deambulando de un lado a otro del ecosistema en que se desarrollaron los primeros años de mi vida y que, en esencia, se podría decir que iba desde el portal nº 42 de la Avenida hasta las torres de Txagorritxu, a destacar la campa donde hoy está el Palacio Europa y, muy en especial, los parques, pórticos y pasajes de los edificios de los alrededores. Era sobre aquella bicicleta minúscula que echaba las tardes antes de la hora de cenar, sobre todo rondando a la pequeña de las tres hermanas del portal de al lado y de la que estaba enamorado como solo se puede estarlo a una edad tan temprana: sin tener ni puta idea de qué era aquello. El portal de Luis Arnaiz, el hijo de la maestra en palabras de mi madre, que le decía por el compañero de clase que vivía ahí y con el que siempre me llevé a matar porque todavía hoy en día estoy convencido de que el faltaba un aire de ahí las reacciones completamente salidas de tono que acostumbraba a tener, desde tirar los libros por la ventana de clase cuando los profes le mandaban la atención a intentar cascar a todo quisque cada vez que alguien le llevaba la contraria en lo que fuera -espero de verdad que con el tiempo haya conseguido superar sus frustraciones, porque me temo que de eso y de no otra cosa iba lo suyo, vete a saber a santo de qué-. En fin, centrémonos, el caso que también solía tener la costumbre de rodear en bici la manzana en la que vivía a toda pastilla, en una especie de carrera contra mí mismo que yo imaginaba un sprint antes de llegar a una meta que siempre era el portal de casa. 

 

    Iba como loco, supongo que por delante de un pelotón imaginario cuyo esfuerzo en alcanzarme solo parecía tener un objetivo: añadir más épica a mi esfuerzo para atravesar aquella meta no menos imaginaria hecho todo un campeón a los ojos de la pequeña de las tres hermanas, la cual, por supuesto, permanecería impasible ante mi hazaña jugando con sus hermanas a la comba sobre la acera de nuestras casas. Entretanto, la carrera acostumbraba a complicarse con la aparición de todo tipo de obstáculos que sortear a lo largo del trayecto. Sin ir más lejos todos aquello críos de la pequeña plazoleta a la vuelta de mi esquina de la Avenida, en Beato Tomás de Zumárraga, y más en concreto en la que estaba la carnicería Urturi a la que me mandaba mi padre a hacer recados y en la que yo tenía la costumbre de pedir leche frita por mi cuenta para comérmela en el camino de vuelta a casa, Dios santo qué rica estaba, ya luego si eso ya luego en casa intentaría improvisar una excusa para justificar lo de las vueltas. Críos que eran en su mayoría los mismos con los que yo solía jugar de vez en cuando en esa misma plazoleta. Sin ir más lejos  mi también compañero de clase Pedro Beitia, el cual vivía justo en el portal al lado de la carnicería, razón por la que era un fijo entre la chavalada de la plazoleta. De modo que en mi sueño me preparo para saludar a Pedro sin bajarme de la bici; pero no, el Pedro al que me encuentro no es el mi compañero de clase, sino un viejo de la edad que yo tengo ahora que justo consigue apartar a un crío de dos o tres años de la rueda delantera de mi bicicleta empeñada en alcanzar una velocidad asesina. Apenas tengo tiempo para mirar atrás antes de girar por Fernández de Lezeta; pero, creo haber distinguido en Pedro a un abuelo con su nieto o nieta, algo que enseguida entiendo que corresponde a cierta lógica porque recuerdo que fue el primero de los de mi clase en dejar embarazada a su pareja antes de alcanzar la veintena, por lo que si ya hace años que la imagen que me venía a la cabeza siempre que pensaba en él era la de un tío enterrado en vida prematuramente tirando de un carrito de niños con la parienta al lado cogida del brazo mientras los demás nos dedicábamos a bebernos la juventud. Así que lo del abuelo es de las pocas cosas a las que creo encontrar algún sentido en este sueño.

  Luego ya en Fernández de Lezeta, a la altura de la no acierto a recordar si era la discoteca Da-Da o qué otra de las que empezábamos a frecuentar en aquellos primeros años de la adolescencia, tengo que afinar mucho para no llevarme por delante a otras sombras del pasado que enseguida relaciono con los sábados a la tarde cuando intentábamos entrar a la disco haciendo creer al segurata de turno que teníamos la edad que aparentaban nuestros ademanes de golfillos de barrio. Digo que procuro no atropellar a ninguno de los cantamañanas con los que solía coincidir, vacilar, cuando no acabar ya directamente a hostias, a la entrada de aquella disco, y entonces vuelvo a percatarme de que estoy en un sueño, porque de lo contrario dudo que hubiera dejado pasar la oportunidad de llevarme por delante, entre tantos otros, al Chino de Marias, al hermano mayor y rematadamente mongolo de Aranguren, otro colega de clase, un angelito..., la mala pécora de la Irene, al Molinuevo o al pijo chuloputas del Aranzabal, un asqueroso de Olabide y sí, de los de toda la vida de su apellido, con cuya hermana, por cierto, coincidiría un par de años después en el insti. Pero yo a mi carrera. Ya he girado hacia la calle Chile y estoy a punto de llegar a la esquina donde empieza la gasolinera cuando, de repente, aparece otro fantasma recurrente de mis pesadillas de la infancia, la abuela de Amurrio, otro colega del cole y que por el apellido me temo que sería también familia de mi abuelo paterno. Me refiero a la misma vieja a la que con cinco o seis años, no recuerdo, cuando estaba en el preescolar de las Siervas de Jesús, Franco las tenga en su gloria, le escupí en toda la cara porque se tomó la libertad de cogerme del brazo para regañarme no sé a cuenta de qué. Luego también recuerdo que mi madre se le enfrentó por tomarse dicha libertad, que anda que no debía estar ya poco harta ni nada mi vieja de la gente del pueblo de su marido. En cualquier caso, no la tumbo de puro milagro. Sin embargo, la vieja que echa sus garras sobre el manillar de mi bici para arrebatármela. La lleva clara la puta bruja si cree que voy a cedérsela sin pelear. Forcejeamos un rato largo a la espera, por mi parte, de que no tarde en cansarse dada su avanzada edad. No hay manera, entonces recuerdo lo poco y nada bueno que contaba mi viejo sobre su abuela paterna, y en particular la leyenda, o lo que fuera, de las armas de la última asonada carlista que los Amurrio guardaban entre las piedras de la bodega de su palacio en Labastida para la siguiente, carlistas a machamartillo, intransigentes desde la cuna, "Por Dios, por la Patria y el Rey murieron nuestros padres, por...",  y todo en ese plan. Un pensamiento de lo más absurdo si tenemos en cuenta que la vieja no era Amurrio, que ese lo era el padre de mi compañero del cole, el buenazo de Joserra. Pero, así y todo, porque los sueños tienen estas cosas de mezclar churras con merinas todo el tiempo, el caso es que no me lo pienso dos veces y le arranco de golpe las manos del manillar de la bici para, a continuación, propinarle un empujón que la deja patas arriba sobre la acera a la altura del Legardere.

 

-         ¡Anda a tomar por culo, vieja facha e hija de puta!

-         ¿Cómo te atreves, Arinas? ¡Se lo voy a contar a tu abuelo Cipriano!

-         ¡Ah, sí? Pues vete y cuéntale también que me la has chupado un buen rato!

 

Entonces despierto asustado porque no me parece de recibo que mi yo de ocho o nueve años utilice semejante vocabulario con una señora mayor por muy bicharraca y tocapelotas que sea. Sin embargo, enseguida recapacito y coligo que semejante salida de tono solo puede deberse al consumo excesivo en youtube de episodios del Conquistador del Caribe en el que uno de los capitanes no es sino el campeón de seis ediciones del Campeonato de España de Ciclocrós, récord absoluto de esta disciplina, un tipo en apariencia muy pagado de sí mismo y con unos modos chulescos que en principio podría dar mucho por culo, pero, que a mí, que admiro por principio a los que dicen las cosas a las claras sin cortarse un pelo, me cae bien, sobre todo porque sospecho que lo suyo es más que nada un papel delante de las cámaras, siquiera una estrategia para no tener que soportar en la vida más gilipollas de los estrictamente necesarios como la misma abuela de Joserra.


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