La librería Ayala de Vitoria anuncia su cierre por jubilación y a mí me resulta imposible no sentir una especie de escalofrío producido por la nostalgia. No es para menos, supongo que no me pasa solo a mí, que somos legión los lectores -aquí ya solo por no repetir ese término tan solemne como fantoche de "letraherido"- para los que las librerías que hemos frecuentado durante nuestra infancia y juventud forman parte indisoluble de nuestra memoria más íntima. No puede ser de otra manera, hemos crecido como lectores gracias a ellas, hemos pasado mucho tiempo dentro de ella hojeando novedades, revolviendo en búsqueda de pequeños tesoros más o menos olvidados, haciendo las cuentas de la abuela con lo poco que teníamos antes de decidirnos por uno, dos o los libros que fuera, incluso cruzando los dedos para que aquel libro que se nos llevaba la práctica totalidad de lo que teníamos en el bolsillo no fuera una decepción como sucede tantas veces con los libros.
Por eso recordamos con tanto cariño como nostalgia las librerías en las que, de alguna u otra manera, pasamos tanto tiempo en el gozoso ejercicio de la soledad del lector escudriñando entre libros. Recordar las librerías en las que adquirimos tal o cual ejemplar de aquellos libros que pasaron a formar parte de nuestra biblioteca más íntima y duradera es lo mismo que reencontrarnos con el chaval que fuimos y que, por lo general, también empezaba a sentir la necesidad de llevar su pasión lectora en una especie de clandestinidad, la cual, ya con los años, acabó deviniendo en una costumbre en toda regla: el ambiente, siquiera el entorno de uno más allá de los muy contados familiares o conocidos que azuzaban mi pasión lectora porque la compartían, y ello siempre en contraste con la inmensa mayoría para los que los libros siempre fueron motivo de escarnio o como poco de incomprensión, evidentemente que como consecuencia de su propia ignorancia, no era precisamente propicio para alardes de entusiasmo lector.
En cualquier caso, el recuerdo más remoto del chaval de doce o trece años que era acudiendo por primera vez a la librería Axular, cuando todavía estaba en Sancho el Sabio, sin la compañía de mi progenitor. Porque hasta entonces siempre había sido mi viejo quien me compraba los libros, sobre todo cuando me llevaba de paseo por la ciudad y se paraba en los escaparates a ver las novedades que a él le habría gustado leer -todavía conservo ese "Los españoles que dejaron de serlo" de Gregorio Morán que mi viejo puso literalmente en mis manos tras tirarse un rato hojeándolo en uno de los puestos de la Feria del Libro-, pero que nunca leía porque, decía, se le hacía cuesta arriba leer un libro dado que carecía del hábito por no haber podido estudiar. Sin embargo, aunque mi viejo no leyera nunca, siempre respetó los libros porque así lo había aprendido en su casa, y muy especial de sus hermanos, los cuales, a diferencia de él, habían estudiado la carrera de Filosofía de Letras tras pasar por el Seminario de Vitoria, y eran lectores furibundos, y de ahí, por supuesto, y en especial del empeño de su hermano pequeño en inculcarme la pasión por la lectura. Axular era la librería de la progresía con pujos vasquista e incluso abertzales por excelencia de la época, especializada en literatura política y comprometida con todo lo vasco y en especial con el euskera. Mi tío "el cura", que era como lo conocíamos en la familia a pesar de que hacía ya tiempo que había colgado los hábitos y que, por lo que yo sabía, apenas había ejercido como tal una pequeña temporada en un pueblo del Condado de Treviño, tenía cuenta en la librería y por eso me animó a que acudiera para comprar uno de los libros obligatorios del colegio. No recuerdo el título de aquel libro, pero sí, porque además todavía lo tengo conmigo, ese otro de poemas de Gabriel Aresti, "Harri eta herri". Se trataba de un libro del que incluso el mocoso que yo era había oído hablar como un antes y después en todo lo que tuviera que ver con la cultura vasca, y muy en especial con la lengua y literatura, uno de esos que marcaban un antes y un después, que daban inicio a algo que solo que con la perspectiva de los años hemos podido confirmar como decisivo, ni más ni menos que el pistoletazo de salida para convertir el euskara unificado, del que Aresti fue uno de sus principales valedores, en la lengua culta para la escritura, enseñanza y los medios de comunicación. Claro que Aresti era mucho más que eso. Aresti fue, para mí como para tantos otros vascos de ciudad que aprendimos la lengua vasca fuera de casa, un modelo a seguir, un modelo sobre todo de pensamiento lúcido, crítico, burlón incluso, en especial con su propio entorno, un disidente por vocación, verso suelto a toda costa. Mucho se ha hablado de lo que habría sufrido Aresti si no hubiera muerto tan joven a tenor de todo lo malo que vino después. En fin, tampoco he venido aquí para hablar de Aresti.
Y si de libros emblemáticos se trata, siquiera ya solo decisivos en la conformación de ese yo lector, hasta para un aspirante a escritor que de repente descubre un modo deslumbrante de escribir y con el que se identifica en todo, imposible olvidar el ejemplar de Las Pirañas de Miguel Sánchez-Ostiz editado por Seix Barral (en el 2017 fue el propio Miguel quien me envió la reedición de Limbo Errante, como para no emocionarse, catarata de recuerdos y así- adquirí en la mítica librería Linacero de la calle Fueros. Mítica porque durante mucho tiempo fue la Librería con mayúsculas de Vitoria, allí donde generaciones de babazorros acudían a procurarse sus pequeñas ventanas al gran mundo, el templo de la literatura para los moñas que todavía te daban la chapa con la pamema esa de la Atenas de Nortes y otras mistificaciones de puro mentidero provinciano. Tanto que, de no ser porque siempre era el último recurso cuando no encontraba algo en el resto de librerías de la ciudad, casi nunca acudía a Linacero porque, de acuerdo con mi pedrada de entonces, adolescente alternativo para el que todo lo que le sonara a tradición y así de su ciudad le provocaba verdaderas arcadas, prefería comprar mis libros en Axular (hasta que desapareció para convertirse en ese almacén llamado Casa del Libro) o, en su defecto, Jakintza, Zuloa y más tarde Elkar-Arriaga, donde podías preguntar por libros o autores vascos sin miedo a que al dependiente de turno le estallara la cabeza ya que, por lo general, podías hablar en euskera con casi todo el mundo (dicho lo cual no puedo evitar acordarme del que durante décadas fue el jefe al mando de Axular, creo que un antiguo compañero de mi tío en el seminario o algo así, un tío especialmente atento y sobre todo culto al que no se le escapaba nada que tuviera que ver con su oficio, alguien al que daba gusto escucharle hablar en su euskalki navarro como si en realidad fuera el del propio Pedro de Agerre Azpilikueta, alias Axular, incluso aquel en el que escribió su "Gero" allá por el 1643. Que sí, que ya hay que tener imaginación; pero, qué es la juventud sino un terreno abonado para las mistificaciones y fantasías de cualquier tipo).
Y luego estaba la librería Ayala, que era antes que nada la librería cerca de casa, sobre todo cuando vivía en Abendaño. Una librería y papelería a la que acudía todo el mundo de la zona a comprar todo lo relacionado con el papel, desdela prensa al material escolar y de cualquier toro tipo, pasando por los libros de texto, manuales, guías, de lectura obligatoria en el colegio, y también, las novedades más comerciales y otras que no tanto. De ese modo, y siquiera solo por una cuestión de proximidad, también yo acostumbraba a ir a Ayala a comprar aquellos libros que estaba seguro que no iban a faltar entre dichas novedades. Con todo, sería injusto catalogar a Ayala como una simple librería de barrio, siquiera como la librería de referencia y cierto tamaño del oeste de la ciudad. No se trataba de un simple despacho de libros como solía ser lo habitual en aquellas librerías alejadas del centro -si bien hoy en día la zona de Sancho el Sabio es ya puro centro en la práctica-, sino que también era una de esas en las que la dependienta de toda la vida solía asesorarte acerca de los libros que había tanto en su mesa de novedades como en las baldas. Una señora generosa en muchos aspectos, tan agradable como delicada cuya atención no desmerecía en nada a esa otra de la librerías de relumbrón del centro con sus culturetas y no al frente, muchos de ellos casi siempre de morros, porque, oye, ni que fuera su trabajo vender libros...
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