Siempre que bajo con los críos hasta Armentia por el bosque homónimo me encuentro con un par o más de coches tuneados y sus dueños u ocupantes otro tanto. Ayer a la tarde, después de que mi pareja y madre de mis hijos nos abandonara en casa de mis padres para regresar a su rutina asturiana hasta el próximo viernes, disfrutaba sentado de la visión de mis dos monstruos jugando en los columpios que hay frente a las campas que rodean la famosa basílica románica (donde, por cierto, fui bautizado por mi propio tío, según mis padres y parientes entre rezongos -lo más parecido a un "cagondios" que puede emitir un recién nacido- en lo que se me antoja mi primer acto de insumisión teológica), cuando de repente oigo derrapar a dos coches que se colocan justo a un par de metros de donde me siento en el parque. Entonces veo que descienden unos especímenes de esos que llevan el pelo al cero, la ropa ajustada, mínima, todo lo abigarrada que se puede y el cuerpo cubierto de tatuajes con todo tipo de motivos absurdos. En eso que el que parece llevar la voz cantante se quita la camiseta que llevaba encima. Se ve que le molesta, no tanto por el calor, que hace y mucho, preciosa tarde de julio, sino porque le impide enseñar el resultado de horas y horas de gimnasio afín de moldear un cuerpo a lo Conan el Macarra, si bien éste de tercera regional. Un cúmulo de músculos y abdominales que, además de obligar a su dueño a andar permanentemente con los brazos en jarras y las piernas separadas, por lo que se ve también necesitan exponerse al sol lo máximo posible para que el esfuerzo realizado tenga algún sentido, y si es pegando saltitos para que las gachis que toman el sol en las campas de enfrente puedan verlo, pues mejor que mejor.
A todo esto, los tres pringados que lo acompañaban, no tan cincelados ellos, pero aún así también un rato largo, no se quitan las camisetas, parece que eso es un privilegio exclusivo del macho de la manada, pero no dudan en sumarse al baile epiléptico del Conan de Extrarradio (aquí los prejuicios de servidor a flor de piel, pero no falla, vaya que si no falla, y al Jonan de Baraka me remito...) al mismo tiempo que suben el volumen de los aparatos que vomitan ese sonido descompasado y machacón que creo que todavía llaman makina o de alguna otra forma por el estilo, yo qué cojones sé y además qué hostias me importa.
Estábamos tranquilos disfrutando de una tarde veraniega entre el campo y la ciudad, con el único sonido de los pájaros, críos y otros bichos, y vienen estos mendrugos hiperbolizados a jodernos la marrana. Les miro fijamente con cara de señor maduro, de paterfamilias capaz de matar por el asueto de sus retoños, y ellos ni se inmutan. Coño se van a inmutar si no paran de dar brincos entre ellos, y no precisamente porque estén interpretando danza tribal alguna, sino porque esa parece ser su manera de comportarse mientras se comunican. Y es que no me quedó otra que escuchar la conversación de estos fenómenos, no porque pusiera la oreja impulsado por mi sana y provechosa curiosidad de emborronador de páginas, sino más bien porque los tipos, entre la música a todo volumen y sus brincos, se veían obligados a hablar a gritos.
Y mira que al principio me costó entender la jerga que usaban los colegas, que me perdía un poco. No obstante, en seguida pude reconocer entre el magma de coletillas propias de años de vigencia de la LOGSE, tacos patrios y frases hechas sin pie ni cabeza sacadas directamente de una peli del Vin Diesel, algo así como el relato de las veces que el jefe de la manada le había advertido a no se quién que le iba a partir la cara y lo mucho que disfrutó al finan haciéndolo, amén de cómo lo hizo con todo lujo de detalles. Vamos, lo que se dice una conversación de altos vuelos, profunda que te cagas, tío, mazo reconfortante, también antropológicamente impecable, el alma poligonera al descubierto. Y los demás a reírle las gracias al macho Alfa, que si lo que tenías que haber hecho es darle así o asá, que si la próxima vez mejor le sacas una pipa y ya verás como se mea todo encima el muy hijoeputa, que si...
En fin, menos mal que los críos estaban a cierta distancia, a lo suyo en mitad del parque disfrutando de los columpios, que si no ya me veo intentado explicar al mayor porque esos señores se comportaban como la pareja de gorilas que salen en los Pingüinos del Magadascar. Luego ya a la noche me veo el capítulo de los Soprano que no pude ver con T porque me quedé sopa, y no tardó ni cinco minutos en deducir que, tratándose de matones, de delincuentes, todavía hay clases, entre los de la serie y los del parque tanta como la que hay entre Belem Esteban y la Andrea Fabra si hablamos de hijas de puta.
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