Ayer por la mañana enterramos las cenizas de nuestro padre bajo la tierra sobre la que más feliz fue en sus últimos años y a la que no le unía otro vínculo que su propia voluntad. Lo hicimos en la intimidad que componíamos su viuda, dos hijos, nietos y nueras, más por cumplir con el último trámite de la despedida que por un deseo expreso de éste de que fuéramos sólo nosotros quienes le dieran ese último adiós. Lo digo porque, a pesar de lo esquivo de nuestro padre durante los últimos años con los suyos, su creencia de que el cariño y la estima que había demostrado a lo largo de su vida no habían sido correspondidos, su incapacidad innata para dar a torcer brazo alguno, incluso su empeño en cultivar cierta misantropía propia de su carácter cimarrón, hombre que rehuye el contacto del prójimo porque es en soledad, sobre todo si ésta es agreste, al aire libre y lejos de todos los sinsabores cotidianos y del trato humano, donde de verdad se siente libre, estoy convencido de que se hubiera emocionado si hubiera podido ver en su velatorio, y durante la ceremonía laica del día siguiente, a sus hermanos, primos y demás familia de Vitoria, Labastida, Mutriku, Bilbao, Miranda, a su cuñada Carmina y viuda de su hermano mayor, y a la que tanto quería, llegada expresamente de Madrid, incluso con sólo saber del deseo de haber acudido a su despedida de aquellos otros a los que la distancia o las obligaciones laborales se lo impedían, gente a la que siempre quiso y cuya distancia durante los últimos años fue para él motivo de gran congoja.
¿Que a qué vienen todas estas intimidades, que por qué no me las guardo para mí, que si no estaré haciendo un impúdico ejercicio de exhibicionismo sentimental? Puede, no lo niego, no lo sé. Pero soy consciente de que esto que escribo sólo existiría tal y como me va saliendo de entre los dedos, que es la pantalla blanca la que me anima a hacerlo y la certeza de que al otro lado de ésta siempre habrá alguien amigo, o siquiera lo suficientemente empático, que entenderá el ánimo apesadumbrado que motiva estas líneas. Al fin y al cabo mi tía Carmina estaba en lo cierto la semana pasada durante el velatorio cuando glosaba -despotricaba más bien medio en bromas medio en veras-, el carácter taciturno de los Arinas, gente para los que la mayoría de las palabras están casi que de sobra y de ahí que veamos “txotxolos” o sinsustancias en todos aquellos que se exceden con éstas, verdaderos incapacitados para expresar cualquier tipo de sentimiento cara a cara, gente a la que le molesta, nos molesta, el exceso de palabras en el prójimo, gente que ha hecho de la contención la excusa perfecta para ocultar sus taras afectivas, e incluso diría yo que hasta un rasgo de distinción o casi. Y así va pasando la vida sin otro asidero entre nosotros que los sobreentendidos, las ideas preconcebidas sobre el otro, las conversaciones pendientes a falta de la templanza necesaria para llevarlas a cabo, el miedo al reproche o a todo lo contrario, el miedo acaso a saber de verdad los unos de los otros más allá de la caricatura de cada cual, por lo general hecha con retazos de tiempos pretéritos y no pocos dimes y diretes. En fin, viene de casta, de la casa de los abuelos y la educación sentimental impartida o inculcada en ésta, acaso también del lugar, el entorno, el país o lo que sea. Yo qué sé, seguro que mucho de lo que nos pasa se debe a ello, a no saber hablar de tú a tú con los que queremos, no te digo ya con los extraños, al miedo a tener que hacerlo sin ambages, a tener que renunciar por un momento a las verdades como puños de cada cual, acaso a ciertos agravios alrededor de los cuales algunos construyen su manera de estar en el mundo. No lo sé, puede que a veces las cosas sean más fáciles, que en el fondo no sea para tanto, que vivir y querer a los tuyos, al prójimo incluso, sólo sea una cuestión de voluntad y para de contar tanta paja, de hablar tanto de sentimientos, cuentas pendientes, carencias afectivas, incompetencias expresivas y otras memeces, que ya nos estamos sonrojando.
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