domingo, 26 de abril de 2015

EL UNIFORME




Vestir de traje y corbata como su padre había sido siempre su sueño desde pequeño. De hecho, jamás había reparado en serio en el oficio adecuado para vestir a diario de tal guisa, por obligación. Primero pensó, o más bien le propusieron en casa, probar con la carrera de Derecho; en su cabeza era incapaz de disociar la figura del abogado y el traje azul marino no muy oscuro, azul Bilbao que le decían, una camisa de hilo fino clara de cuello inglés y la corbata negra a ser posible tipo "Lester". Sin embargo, los estudios se le habían hecho cuesta arriba, abandonó la carrera en tercero. Al final se colocó de vendedor de seguros. Un vendedor más elegante de lo normal o elegante a secas, nada que ver con esos otros compañeros a los que se les notaba a la lengua que o habían heredado el traje de las bodas, bautizos y funerales de sus padres o tenían serios problemas de gusto y yo diría que hasta de daltonismo. En cualquier caso, él era feliz porque después de mucho proponérselo por fin vestía a diario de traje y eso le hacía sentirse a gusto consigo mismo, casi que realizado, un triunfador de acuerdo con la muy liviana escala de valores que se había impuesto a sí mismo o acaso le habían inculcado en casa. Estaba convencido de que el traje y la corbata le conferían, no ya una prestancia, sino sobre todo una dignidad de la que no podían hacer gala otro tipo de trabajadores, esencialmente manuales, condenados a la vulgaridad de su atuendo diario. A decir verdad, él estaba convencido de la existencia de una pirámide social en la que por obra y gracia del traje y la corbata en exclusiva había conseguido colocarse no sólo por encima de los trabajadores manuales, sino incluso un peldaño más arriba de su propio padre dada la calidad y el precio de su indumentaria. Por eso mismo, cuando tras la adquisición de su empresa de seguros por una multinacional norteamericana, la nueva directora de zona, una chica muy joven y pizpereta que decían que había pasado los últimos seis años trabajando el la central de Portland, comunicó a sus subalternos que a partir de aquel día ya no era necesario que acudieran vestidos de traje y corbata a la oficina, en realidad más bien les aconsejaba que no lo hiciesen de cara al lavado de imagen que pretendía dar la empresa con el fin de concentrar todos los esfuerzos de ésta en atraer un perfil de clientes más joven e informal, él, que nunca jamás en toda su vida había cuestionado una orden o un consejo, que no había torcido el gesto ante ninguna arbitrariedad por parte de sus superiores, ya fuera una reducción de salario o la imposición de unas horas extras a precio de risa, que no sabía incluso qué era eso de presentar una queja a través de los cauces habituales, no dudó ni un segundo en saltar sobre la mesa de su escritorio para arengar como un poseso a sus compañeros para que se rebelaran con él contra la nueva política de la dirección, a su juicio un atentado en toda regla contra la dignidad de los trabajadores.

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