Vestir de traje y corbata como su padre había sido siempre su sueño
desde pequeño. De hecho, jamás había reparado en serio en el oficio
adecuado para vestir a diario de tal guisa, por obligación. Primero
pensó, o más bien le propusieron en casa, probar con la carrera de
Derecho; en su cabeza era incapaz de disociar la figura del abogado y el
traje azul marino no muy oscuro, azul Bilbao que le decían, una camisa
de hilo fino clara de cuello inglés y la corbata negra a ser posible
tipo "Lester". Sin embargo, los estudios se le habían hecho cuesta
arriba, abandonó la carrera en tercero. Al final se colocó de vendedor
de seguros. Un vendedor más elegante de lo normal o elegante a secas,
nada que ver con esos otros compañeros a los que se les notaba a la
lengua que o habían heredado el traje de las bodas, bautizos y funerales
de sus padres o tenían serios problemas de gusto y yo diría que hasta
de daltonismo. En cualquier caso, él era feliz porque después de mucho
proponérselo por fin vestía a diario de traje y eso le hacía sentirse a
gusto consigo mismo, casi que realizado, un triunfador de acuerdo con la
muy liviana escala de valores que se había impuesto a sí mismo o acaso
le habían inculcado en casa. Estaba convencido de que el traje y la
corbata le conferían, no ya una prestancia, sino sobre todo una dignidad
de la que no podían hacer gala otro tipo de trabajadores, esencialmente
manuales, condenados a la vulgaridad de su atuendo diario. A decir
verdad, él estaba convencido de la existencia de una pirámide social en
la que por obra y gracia del traje y la corbata en exclusiva había
conseguido colocarse no sólo por encima de los trabajadores manuales,
sino incluso un peldaño más arriba de su propio padre dada la calidad y
el precio de su indumentaria. Por eso mismo, cuando tras la adquisición
de su empresa de seguros por una multinacional norteamericana, la nueva
directora de zona, una chica muy joven y pizpereta que decían que había
pasado los últimos seis años trabajando el la central de Portland,
comunicó a sus subalternos que a partir de aquel día ya no era necesario
que acudieran vestidos de traje y corbata a la oficina, en realidad más
bien les aconsejaba que no lo hiciesen de cara al lavado de imagen que
pretendía dar la empresa con el fin de concentrar todos los esfuerzos de
ésta en atraer un perfil de clientes más joven e informal, él, que
nunca jamás en toda su vida había cuestionado una orden o un consejo,
que no había torcido el gesto ante ninguna arbitrariedad por parte de
sus superiores, ya fuera una reducción de salario o la imposición de
unas horas extras a precio de risa, que no sabía incluso qué era eso de
presentar una queja a través de los cauces habituales, no dudó ni un
segundo en saltar sobre la mesa de su escritorio para arengar como un
poseso a sus compañeros para que se rebelaran con él contra la nueva
política de la dirección, a su juicio un atentado en toda regla contra
la dignidad de los trabajadores.
domingo, 26 de abril de 2015
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