martes, 10 de octubre de 2017

EL PELUQUERO


Ellas se sentaban frente al tocador y él les cortaba el pelo con la celeridad y el oficio del que sabe que su tiempo es oro. Ellas hablaban sin parar, le contaban cosas de sus maridos y de sus hijos, los viajes que habían hecho, lo cara que estaba la vida, lo aburrida que estaba la suya o todo lo contrario. Algunas también le comentaban las noticias del día. Discutían, pero él nunca se mojaba, no del todo, no era tan insensato, todo lo más se limitaba a animar la discusión con algún que otro comentario a la contra; tocar las narices es toda una tradición familiar. Con las más veteranas, siquiera ya sólo con las que congeniaba de veras, no dudaba en utilizar su proverbial y muy medido sarcasmo. Creo que las clientas de toda la vida lo eran antes que nada porque apreciaban ese equilibrio entre marcar distancias y dar la debida confianza que se sustenta sobre todo en el sentido del humor.

Entretanto no paraban de caer al suelo mechones de pelo alrededor del tocador y el olor húmedo del pelo mojado se mezclaba con esos otros de la química de los productos de peluquería que aplicaba al final del corte para reforzar las raíces del cabello. La única música de fondo era el ruido de los secadores de pie donde descansaban otras clientas dando el repaso semanal a la vida de los famosos plasmada en papel cuché. A veces, sobre todo si ya era tarde y ya sólo quedaba él en la peluquería con la última clienta, yo barría el pelo cortado nada más levantarse ésta de la silla. A veces también, mientras yo esperaba sentado a que él terminara de cortar el pelo a la última clienta para irnos a casa, una de esas que no callan ni cuando están boca arriba en el lavabo, él me enviaba una mirada con una media sonrisa por encima de la cabeza de la señora, la cual yo entonces enseguida interpretaba como un "¡qué paciencia hay que tener con algunas!", la misma que con el tiempo se convirtió en " ¡qué harto estoy de todo esto!"

Esto lo escribo porque hoy ha muerto Jean Rocheford, que era un actor francés que por su envergadura y su sonrisa cínica, pícara, como sea, me recordaba mucho a mi padre. Ni qué decir que muy en especial en la maravillosa El Marido de la Peluquera, sólo que en esa película los papeles estaban cambiados. Sólo me recordaba a mi padre, porque de mi padre me acuerdo todos los días.

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