Las cuitas de ser padre no le interesan a nadie, lo sé. A unos porque ya tuvieron su momento con sus retoños y se les nota a la legua el "ahí te jodas tú ahora, que yo ya...", y a otros porque no tienen ni zorra idea de qué va la cosa, y menos aún ganas. El caso es que cuando tienes críos más de la mitad, o las tres cuartas partes, de tu tiempo libre lo dedicas a ellos, a que disfruten allá adonde vas, a que estén no sólo entretenidos sino también felices de estarlo. De ese modo no dudas en llevarlos por enésima vez a visitar un acuario con la sensación de que al entrar el calamar de una de las peceras te va a saludar con uno de sus tentáculos como si ya te conociera de toda la vida. No te importa porque sabes que es como con su película de dibujos preferida; son capaces de verla cien veces seguidas y todavía no se aburren. Luego ya esperas, ingenuo de ti, que te lo paguen de alguna manera, siquiera procurando tocarte los cojones lo menos posible lo que queda de día. Pero ya, ya, te dices que no hay nada como viajar con tus hijos, divertirse todos juntos, disfrutar de estar en familia, y como seas un poco tonto hasta vas y te lo crees. Porque la realidad es bien distinta, la realidad es la brega continua con las neuras del uno y/o la mala hostia del otro. La realidad es que basta que seas tú o su madre los que deseen y/o necesitan disfrutar de una comida relajada en compañía de tu cuñada, delante de un plato de pulpo a feira o de un mísero pincho de tortilla de patata, en una tasca de lo viejo de Betanzos, por ejemplo, para que tus tiernos infantes decidan desplegar toda su capacidad como tocahuevos. De ese modo, el pequeño se pone a darse cabezazos contra la pared porque su madre le acaba de regañar por darle patadas debajo de la mesa, se pone a hacer sonoras pedorretas a su tía y a decirnos a grito pelado que nos odia, y el otro, que va para preadolescente de cabeza, le entra la angustia vital que le impele a decir vehementemente, entre gemidos y aspavientos de asco y disgusto, que todo es una mierda, que se aburre, que no le gusta nada, que prefiere encerrarse en el coche porque todo le supera, asco de vida, nadie me entiende. Y entre tanto, los progenitores haciendo un esfuerzo titánico por no coger cada cual a un vástago del cuello afín de retorcérselo hasta que entren en razón y aprendan a comportarse como lo que deberían ser los críos cuando están en un lugar público: putas estatuas. Titánico sí, porque nunca sabes la cantidad exacta con la que debes administrar, siquiera exteriorizar, la furia que te invade por dentro cuando a tus criaturas les da por montar el espectáculo. Y no ya sólo para evitar el infanticidio, sino siquiera para no trasladar al resto de los presentes, a las mesas de alrededor, el inmenso fastidio del que eres presa en ese momento. Porque sabes que si reaccionas llevado por la furia en cuestión y coges a tu retoño del cuello, o de donde sea, le recriminas su actitud, lo amenazas con todo tipo de castigos y puede también que hasta le proporciones algún que otro capón o sopapo, eso desde luego no va a ser haciendo mímica, no va a ser en silencio. Más bien te pondrás hecho una hidra, levantarás la voz hasta tal punto que las botellas de orujo de la barra empezarán a temblar, y mejor no hablar de los juramentos a los que acostumbras y en el que por lo general el dios de los cristianos suele salir el peor parado; como que en ese caso mejor que los demás comensales vengan ya bendecidos de misa. No va a ser un rato muy agradable, nunca lo son; pero todavía es peor la certeza de que tampoco lo será para los que te rodean y que nada tienen que ver contigo, que nada han hecho para merecer semejante castigo sino coincidir contigo bajo en el mismo techo. Claro que también puedes hacer un acopio de paciencia infinita y pasar de los mocosos y dejarles de un lado con sus cabezazos, pedorretas y lloriqueos. Ahora bien, entonces puedes estar seguro de que el resto de comensales empezará a dedicarte miradas de desaprobación, puede incluso que oigas algún comentario acerca de la falta de autoridad y civismo de los padres de hoy en día que no saben educar a sus hijos, que no tienen consideración por nadie, que se comportan en público, ellos y sus retoños, igual que si estuvieran en el salón de su casa. Pero claro, como no eres de callarte nada, más bien todo lo contrario, corres el riesgo de empezar un intercambio de opiniones acerca de la educación de los niños de hoy en día con el listillo de turno. Debate en el que puede que acabe prevaleciendo la opción de demostrar empíricamente al capullo ensoberbecido que lo cree saber todo sobre cómo educar a los hijos, que intentar hacer entrar en razón a un crío a base de hostias no solo no soluciona nada sino que incluso lo empeora. De modo que no te queda otra que hacer malabarismos con tu furia en una mano y la compostura en la otra. O lo que es lo mismo, intentar compaginar la vehemencia con la que debes regañarles con la cautela al hacerlo para no llamar la atención de los demás. De resultas que la comida acaba convirtiéndose en una pesadilla para todos los que estáis sentados a la misma mesa, que no disfrutáis nada de lo que tenéis sobre la mesa, que lejos de echar unas risas con tu pareja y su hermana, de hablar de las cosas de la vida y tal, acabas haciéndolo del mal trago que estáis pasando por culpa de esos dos cabritos hipermimados, y puede también que dando pie a un rifirrafe con tu pareja porque estos momentos de agobio son los preferidos para echaros los trastos a la cabeza. Y no lo dudes, de esa manera el mal rollo ya será total. Sí, un mal rollo del copón, como poco hasta que regreses a tu madriguera, te encierres en en ella, enciendas el ordenador, te pongas música, Caravan de Winton Marsalis por ejemplo, y procedas a tu terapia grafológica habitual para lo de templar ánimos, y una vez hecho convenir que tampoco es para tanto, sólo la vida.