Llamadme el pesao de los... tomates, el toma-plasta, el coñacete de la huerta de su padre y así. Pero es que esto va más allá la mera anécdota hortícola-gastronómica, esto es una lección de filosofía al más puro estilo empírico aristotélico o algo así. En las fotos los tomates de la terraza de mi viejo en Berrozti y otro que compró la pasada semana mi señora en una tienda de esas pijoteras de delicatessen que te venden lo mismo que en los supermercados pero a precio de whisky de contrabando durante el periodo de la Ley Seca con la excusa de que vienen directamente de la huerta de Toñín de Grao o algo así, que le dije que ya que trabaja en el centro a ver si encontraba unos tomates decentes que no tuvieran nada que ver con la bazofia acuosa de los supermercados. Y, adivinanza, adivinanza, ¿qué tomate es el de la tienda de supuestas delicatessen y cuál de la huerta de mi padre, esto es, ecológicos de necesidad puesto que no los abona, ni echa veneno, ni siquiera bendiciones? No hay color, claro que no, ni carne, ni textura, ni aroma, ni nada de nada. Y la lección una vez más como la vida misma. Con los tomates como con las mujeres -aquí podría haber tirado de corrección política y generalizar con lo de personas y tal; pero no, uno debe escribir de lo que sabe, de lo que conoce, y servidor es, vamos a hacerle, hombre y hétero sin empeño alguno, pues oye...-. Pues que no falla, casi nunca lo hace, cuanto más perfecto y bonito por fuera menos sustancia por dentro, la perfección como aviso a navegantes de que algo se dejó el sujeto por el camino. Eso o que la verdadera belleza reside precisamente en la imperfección, o cuanto menos en la perfección de lo natural, sin aditamentos ni hostias en vinagre, con verdadera sustancia, en la manera que tiene ésta de manifestarse tal cual, sin pasar por quirófano o invernadero, siquiera ya sólo en el equilibrio entre la forma y el contenido, acaso en la preponderancia de este último sobre la primera.
lunes, 6 de octubre de 2014
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