domingo, 19 de septiembre de 2010

ALGO SE MUERE EN EL ALMA CUANDO UN BAR SE... TRASPASA!!!


Sábado a la mañana de pinchoteo, de repente nos salimos de nuestra ruta habitual para recalar en un conocido bar de toda la vida, el cual habíamos dejado de frecuentar porque el grado de casticismo vitoriano era ya excesivo, es decir, eran de un borde que aún conociendo el paisanaje y su idiosincrasia, esto es, idiotas sin puta gracia, y más en especial entre el sector hostelero, el maltrato se hacía ya insoportable, había momentos que pensabas que les habías hecho algo a los camareros, no sabías el qué, pero era pedir un pote o un pincho y casi perdirle perdón al camarero por haberle interrumpido su momento de instropeccion filosófica desde el otro lado de la barra.

El caso es que regresamos porque, aún y todo, la barra de dicho local, cuyo nombre me guardo para mí, sólo faltaría hacerles publicidad por la cara, era una de las más copiosas, apetitosas y variadas de la ciudad. Pero hete ahí nuestra sorpresa que nos tropezamos con la desagradable contingencia de que una vez más uno de los lugares más emblemáticos de la hostelería local ha sido traspasado. Ya no están el dueño de barriga prominente, gesto adusto y locuacidad local, esto es, a gruñidos, y su cohorte de camareros castas -lo que aquí viene a ser bordes que te cagas, perdonavidas tras la barra, culoprietos a poco más de mil euros al mes-. Pero eso no es lo peor, de hecho podría haber sido un verdadero aliciente para reincorporar el bareto en cuestión a nuestra ruta sabatina, lo malo, lo que realmente echaba para atrás, era que la larga barra del mismo había perdido por completo la sabrosa exuberancia que presentaba hasta hace poco. Apenas había pinchos en la barra, y los que había eran de un chuchurrio que daba pena, meros y fallidos remedos de los que hicieron las delicias de varias generaciones de vitorianos. Y por si fuera poco, sólo hábía que echar un vistazo a la parroquia del local, antes a rebosar de cuadrillas de chiquiteros entrados en años, kilos y vinos, de jóvenes de todos los pelajes con zuritos en la mano y matrimonios cargados de hijos con vermutes o mostos, a destacar la Salobreña, y darse cuenta que a lo sumo había un par de despistados y una cuadrilla de las llamadas de toda la vida que debía seguir frecuentándolo poco más que por inercia, pues no resulta poco problemático ni nada en muchas de nuestras cuadrillas de inveterados poteadores cambiar de costumbres, de ruta, habitos forjados a lo largo de años y maltrato continuo al hígado, así como de la noche a la mañana, pero al tiempo.

Triste, muy triste, como que llega uno a echar de menos a cierto camarero mínimo, malencarado y más tonto que picio, las largas esperas para que te atendiera éste o cualquiera de sus no menos chuloputas compañeros, que más que servirte el pincho te lo tiraban a la cara con cubiertos incluidos, que te ponían de beber lo que les venía en gana, que el vecino de barra te metía el codo para servirse el mismo un pincho o que un turista despistado pretendía que le dejaras tu sitio junto a la barra para poder ser atendido como si estuviera en un sitio civilizado o algo parecido.

Traspasan el bar a otros y de repente se apaga el encanto castizo del sitio, muere un trocito de nuestro pasado, nos globalizamos un poquito más hasta la americanización o amariconización total, me cago en todo lo sagrado. Y digo yo, destinamos cantidades ingentes de dinero para conservar iglesias, catedrales, palacios, cruceros, molinos, de todo, y sin embargo, ¿quién se preocupa de los templos del beber y el jantar? ¿No forman parte de nuestro patrimonio histórico y cultural al igual que otros establecimientos del espíritu como las iglesias o las catedrales? Pues eso, qué menos que conservar aquellos lugares que nos han proporcionado momentos tan inolvidables de hartazgo y cabreo, aquellos cuyas barras son verdaderos altares de nuestra más venerada tradición: el papeo y poteo.
Por mi parte estoy dispuesto a firmar donde sea para que los subvencionen con el fin de que ni cierren ni cambien un ápice, impedir a toda costa que se jubile el dueño así cumpla 90 años detrás de la barra poniendo cafés, incluso me siento tan generoso como para pedir que hagan funcionarios a los soplapollas de los camareros de toda la vida...

Y como colofón de una experiencia tan triste, incluso horrorosa a tenor de lo que me llevé a la boca, que va el nuevo camarero, dueño o lo que sea y se me dirige tal que así: "¿qué va a tomar el señor?". ¡Hostias Pedrín! ¡Pues no me trata de usted y todo el pavo!¡Pero qué es esto, desde cuándo un camarero de esta ciudad trata, ya no de usted, sino incluso educadamente, a un cliente? ¡Pero qué tío más desagradable que hasta quería tratarme como una persona y todo! ¡Anda que no se notaba ni nada que era de fueraaaaaaaa!

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