martes, 7 de septiembre de 2010

EL OTOÑO LLAMA A LAS PUERTAS DE LAS MURALLAS




De visita a Lugo en polifamilia. Apenas hay tiempo, ni modo, ni ganas, para un paseo por un casco antiguo en continuo proceso de restauración. Me encanta el intramuros de la vieja ciudad romana, la galicia urbana que acumula historia y hasta las huellas ya muy difuminadas do atraso económico de Galiza en cada una de sus piedras, los soportales bajos y toscos de muchas de sus casas, el granito y la pizarra de las casas y calles a rebosar de generosa hostelería, un pote de lo que sea y una tapa como en el sur, por no hablar de las maravillas de la carta, tan básica como sabrosa. Pero no hay tiempo para el turista, éste apenas ejerce en esta ocasión de otra cosa de consorte consentido, va adonde le mandan y no rechista porque para qué, si no es su plan ni su momento, está de compromiso, esto es, mentalmente ausente, poco más que de busto asentante. Ya volveremos en otra ocasión de tranquilos, de libres, a bebernos el ribeiro que haga falta y relamernos con la zorza, el pulpo o el lacón con grelos. Entretanto, recuerdo otras visitas en plan exploradores de naderías urbanas y libadores de lo que nos echen al coleto.

Pero sobre todo, disfruto a lo bobo de solemnidad del presunto ensismamiento provinciano de una ciudad como Lugo, tan alejada o a mitad de todo, eterna galicia hacia sí misma, en especial hacia sus tópicos más rústicos, islote de urbanidad en medio de ésta misma o casi, ciudad con el corazón constreñido detrás de sus murallas, allí donde bulle de verdad la autocomplacencia provinciana con su bienestar a medida, de cosas sencillas y pocas, sin excesivas alharacas, pretensiones las mínimas, para eso siempre están Santiago, La Coruña o Vigo, su estampa puro granito, a ratos sepia con plaza mayor decimonónica, cafeterías y señores otro tanto, y a ratos también deprimente, sobre todo cuando sales a extramuros, te pierdes por sus costados periurbanos, y ya sólo ves precariedad y mal gusto en esa urgencia por vivir como sea pero lo mejor posible con lo poco que se dispone, de cualquier cosa es mejor que volver o haberse quedado en el pueblo, siempre a merced del arquitecto a destajo, el que sólo ponía el cazo y casi nada de imaginación o ganas, ladrillo y uralita era su emblema. No todo ha seguido el mismo ritmo marcado por el progreso de las últimas décadas y la España interior de los filósofos patrios, esos que decía otro filósofo rumano afrancesado que sólo filosofan del terruño hacia dentro al igual que los rusos, aparece más interior que nunca, de otra epoca en la que la chapuza y el no sabe usted con quién está hablando eran las verdaderas señas de identidad de un país.

El visitante se engaña cuando pasea por las calles intramuros de esta ciudad emergente, decidida a superarse de una vez por todas, a dar la campanada en la medida de sus posibilidades humanas y geográficas. Cree también el viajero que la esencia provinciana de las pequeña ciudades está aquí más viva que en ninguna otra parte, sobre todo de esas otros ciudades también de provincia de las que procede o en las que vive. Se engaña como casi siempre, quiere pensar que el encanto de la ciudad pequeña, ensimismada hasta el tuétano y casi perfecta en su nada cotidiana, es sólo el resultado de la hipnosis consustancial al viajero con más pajaros en la cabeza de lo habitual o copazos en el estómago. Este visitante de ocasión sabe que no es oro todo lo que reluce, casi nunca lo es, que detrás de la postal cuasi decimonónica de la pequeña ciudad con sus pequeñas pero seguras y hasta complacidas vidas, se oculta el certero refrán castellano de pueblo pequeño, infierno grande. Así suele serlo en casi todas partes, lo es o lo fue en las ciudades, grandes o pequeñas, en las que le tocó vivir a uno, cómo no va a serlo en ésta con su aletargado devenir de pequeña capital de provincia del interior de la más periférica de las regiones españolas. De modo que se impone la autocomplacencia, el autoengaño, esto es, alegrarse porque donde vive o de donde procede las cosas se asemejan, siquiera sólo a primera vista, a un mundo más moderno, próspero, muchos no se cortan y le dicen ya sin tapujos, y sobre todo con dosis ingentes de bobería e ignorancia, europeo. Pero es mentira, una de las buenas, de las que cuesta desprenderse ahí te pongan todos los datos y evidencias delante de los ojos, porque la provincia, la negra provincia de Flaubert con todas sus demoras, sus gabelas o lo que sea, sólo es un estado del alma antes que una simple contingencia geográfica, una actitud ante la vida e incluso el caparazón bajo el que nos ocultamos de todo lo ajeno y que nos da miedo, es no decidirse a desprenderse nunca de todas las cadenas que nos atan, de los atavismos que nos definen, nos constriñen, de no querer abandonar la casa del padre, de no renunciar a ser otra cosa que lo de siempre; el rito del pote con pincho del sábado o el vermut dominical con el periódico debajo del brazo, comidas horrifamiliares, la agonía infinita de las tardes de domingo, las conversaciones y anécdotas repetidas hasta la saciedad, la soledad abrumadora de un paseo por los alrededores campestres, el miedo permanente a la mirada del otro, al juicio del vecino por muy extraño que sea éste, cualquier cosa antes de dar la nota e incluso amagar con hacerlo; da igual que éstes en Lugo, Jaen, Cork, Pau, Aveiros o en el barrio de Salamanca, el de San Blas. el Raval, Gracia, Santutxu, el distrito número tal o cual de Paris, el Chiado lisboeta, el centro de Berlín o el Bronx neoyorquino. Así que el viajero se calla y apostilla que no es que haga frío, alguien quiere jodernos el final del verano, es que ya se anuncia el otoño, los bordes de las hojas de algunos árboles adquieren la tonalidad progresiva del tabaco, el sol se muestra más vago y el viento se apresta a difrutar su mejor época del año. Entonces sólo queda establecer que el otoño es un mes provinciano, de ahí que me guste tanto pese al toque a retirada que parece tener en medio de la celebración de la vida estival. Toque a recogimiento, a aferrarse con deleite a las rutinas más caseras, a buscar el placer de puertas para dentro. El otoño parecía estar a punto de llegar a Lugo antes que a ninguna otra parte. Qué bueno que entretanto hay un lugar en Lugo que sirven una empanada de zamburiñas para chuparse los dedos, crujiente por fuera y jugosa por dentro, y el bacalao a la gallega no desmerece en nada al de ninguna otra parte...

2 comentarios:

  1. que bonito Lugo y su muralla, tengo un recuerdo increible de un paseo por encima de la muralla viendo amanecer, hace unos meses cuando pasamos unos dias en Lugo. Aunque para la empanada la de la Coruña y sin tener que viajar, en mi casita en Cantabria. Os lo recomiendo www.elobradordemary.com
    Muchas garcias por tu blog

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  2. Gracias a ti por descubrirme que en contra de lo que sospechaba SÍ hay alguién al otro lado. Voy a mirar eso del obrador. Un abrazo.

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