martes, 21 de septiembre de 2010

CARRUSEL DE RECUERDOS



Escapada hasta Donosti y ya en Donosti escapando del Festival de marras, como que aparcamos justo debajo del María Cristina y al subir a la superficie damos de lleno con una muchedumbre haciendo guardia frente al hotel de marras para lo de exigir autógrafos a grito pelado y soltarle algún que otro improperio al secundario de turno; ¡¡¡¡¡Bardeeeeeeem, ponte a dietaaaaa!!!! Como la calle apesta a gente del cine, periodistas y moscones y adolescentes gritones a tiempo completo, procuramos escabullirnos hacia lo Viejo, más que nada para no desentonar porque nosotros de glamour como que lo justo, o séase, nada. Otra cosa es que ya en lo viejo las calles estén llenas de guiris que van a todas partes con la acreditación del Festival colgada de cuello, a saber si creen que presentándola les hacen un descuento en los pinchos o qué. Ya me extrañaría a mí, que si me quejo de la amabilidad de los camareros de mi ciudad, casi estoy por pedirles perdón a la vista de la de los de Donosti; simplemente no se conoce.

Daría para mucho lo del turismo y los camareros de Donosti, pero vamos a lo que vamos, que no es otra cosa que bloguear el atracón de nostalgia resultante de llevar a los nenes al parque de atracciones de Igeldo. Una visita casi que preceptiva, a lo rito iniciático por lo que tiene de emotivo para un servidor repetir con sus hijos las primeras veces que mis padres me llevaban hasta allí. Porque sólo la nostalgia, -así como la oportunidad de disfrutar de unas vistas inigualables de toda la bahia, marco incomparable y tal- justifica esta visita a un parque que, en comparación con aquellos que ha disfrutado el mayor a lo largo del verano, se asemeja más bien a un museo al aire libre del mundo de las atracciones que a otra cosa. Todo rezuma decadencia por los cuatro costados desde el momento que te subes al funicular, anclado en un tiempo que para mí ya tiene más de 25 años, que está idéntico a como lo recordaba, seguro que si la reina Maria Cristina resucita y lo visita dice otro tanto, que si han querido preservar el encanto del parque decimonónico ya lo podían haber cuidado un poco más, siquiera haber renovado alguna atracción como en el Tibidabo para que a los tiernos infantes que lo visitan, habituados como están ya a las montañas rusas tamaño montes Urales, al Dragon Khan de Port Aventura o a los Pulpos abisales, no se les caiga el alma a los pies al llegar a Igeldo y piensen que su progenitor les ha tomado el pelo cuando les prometió una tarde de emociones a tope y en ese plan.

Pero bueno, pasado el instante de estupefacción ante ese repentino viaje en el tiempo, como poco hasta principios de siglo, no hay montaña rusa o amago de tal, auto de choques o tiovivo por muy desangelados y desfasados que estén, a los que se pueda resistir un niño. De modo que M no sólo disfruta del frenesí contenido de la vieja montaña suiza -a saber si la llamaron así por lo menguado de su tamaño o porque no eran tiempos de confraternizar con la lejana Rusia ni por asomo- alrededor del monte Igeldo, sino también del placer de vencer a su padre en una carrera de tortugas movidas por las bolas que había que meter previamente en unos agujeros, esto con su correspondiente premio en forma de bolsa de dinosaurios de plástico -con estos ya deben ser 1000 no sé cuántos que almacenamos en casa- y, sobre todo, de la pérdida de papeles de su padre con él dentro del auto de choque, que no sólo acabé haciéndome con el volante todo el rato, sino que me pasé lo que duró el viaje persiguiendo a un retrasado, el cual debía pasar todas las tardes allí disfrutando de su infancia eterna y una buena asignación mensual por parte de su familia, y al que no se le ocurrió otra cosa que desafiarnos a ver quién era más bestia al volante: huelga decir quién ganó en semejante competición.

Por lo demás, sólo podía recrearme en la nostalgia mientras tiraba del cochecito del otro y me tomaba una Keler tras otra mirando al Marco Incomparable, que es como le llaman ya los nativos a su ciudad (en euskera Marko Inkonparablea); que algunos ya te sueltan sin tapujos que ni de Donosti, San Sebastian ni hostias, yo soy markoinkonparablearra, ahibahostiapues... Recordando las primeras veces con mis padres cuando que te llevaran a Igeldo era lo mejor que te podía pasar en la vida. Y sobre todo un premio a la paciencia contenida después de haber aguantado a tus progenitores de bar en bar por lo viejo o pegando la hebra con vete a saber qué otros adultos coñazos. Y lo era tanto o más porque en tu mundo las atracciones eran a lo sumo un evento estival, de las fiestas de la ciudad y para de contar. Así que existiera en Igeldo un parque de atracciones abierto todo el año se le antojaba al infante que yo era lo más parecido a un Olimpo para críos, el lugar adonde iría de cabeza en caso de que me echaran de casa por cafre.

Claro que si de Igeldo se trata no todo remite a la infancia y sus ternuras, o por lo menos a una estampa con un niño encantador como yo era cogido de una mano por sus padres y en la otra con un helado mitad vainilla y mitad nata. No, Igeldo también era la excursión de todos los años con los del cole, ese desfase de preadolescente en horas lectivas, ese desquiciar a los profesores hasta extremos de funcionario de Guantánamo, la testosterona desparramándose por las faldas de monte hasta el Cantábrico. Y sobre todo, eran muchas de las primeras veces: el primer porrete ocultos bajo la arcada de fantasía del parque, el despelote en el interior de la atracción de los espejos en el que algunos desalmados intentaban arrimar su ascua a la sardina de las alumnas de la Presentación de María de nuestra ciudad que, oh, qué casualidad, también se encontraban de excursión aquel día por Donosti. En fin, cómo sería aquel día que también descubrimos el cabrón con pintas que hay en cada uno de nosotros, sobre todo al ver desde lo alto de la balconada cómo el responsable de la atracción de los espejos perseguía a Iñigo Sánchez (un compañero del que apenas recuerdo que solía acabar casi todas sus frases, esto con 12 o 13 años, así estuvieras cambiando unos cromos o jugando a las canicas, con la coletilla de "¡como hay Dios que eso es cierto, cagüen el mismo") por todo el parque armado con una llave inglesa, y nosotros, ni cortos ni perezosos, indicándole a gritos al pobre hombre: "¡por áhí, va por ahí, se ha metido detrás de la caseta de los helados, va hacia la salida, que se escapaaaaa, correeeeee!!".

Lo dicho, unos cabrones de cuidado, pero es que el tal Iñigo también se había ganado nuestro cariño, o más bien la falta de, a pulso.

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