jueves, 25 de enero de 2018

DEL SANTO OFICIO DE OVIEDO


Al final ya verás como quitan la estatua de Woody Allen que hay en el centro de Oviedo tal y como piden diversos colectivos feministas y sin necesidad alguna de confirmar la veracidad o no de las terribles acusaciones que se le hacen. Como que ayer le leía en facebook al escritor Xandru Fernández un comentario que me dejó de hielo. Eso si es que no era una muestra de la fina ironía asturiana que a mí, por lo general más bestia que un arado y a pesar de los, creo, más de quince años que llevo aquí, se me sigue escapando; el sarcasmo sin tacos o juramentos de por medio es para mí un verdadero arcano:

"Sin ánimo de discutir sobre Woody Allen ni sobre su estatua, sí que me pregunto de dónde sale ese prejuicio según el cual no hay nada reprochable si no hay condena judicial. ¿Quién razona así en su vida diaria? ¿Os sentís obligados a salir de copas con ese compañero de trabajo que es un gilipollas pero al que ningún juez ha condenado a arresto domiciliario? ¿Le haríais un homenaje al vecino del tercero que pone Radio Medea a todo volumen pero la quita en cuanto se huele que alguien ha llamado a la policía? ¿Os casaríais con esa vecina que lleva tatuada una esvástica en el hombro pero que, parece ser, no ha cometido jamás un delito? ¿Pues entonces?"

Pues eso, qué necesidad hay de demostrar culpabilidad alguna si basta con una denuncia más o menos vehemente para ser creíble.  ¿Y los veredictos de inocencia por parte de los tribunales en su momento, o ya directamente desestimada la denuncia por falta de pruebas? Bagatelas, o ya directamente pijadas, cosas de pijos que se la cogen siempre con papel de fumar, que prefieren reírle las gracias a un neurótico poco agraciado tan rematadamente burgués y gafapastas como ellos antes que escandalizarse por los abusos sexuales a un menor; ya se sabe, esa burguesía intelectualoide con sus gustos tan decadentes o ya directamente depravados a lo Nabokov;. ¿Exagero? Sólo hay que leer a algunos para ver cómo asoman entre líneas viejos rencores de clase y por el estilo. 

Y en todo caso, toda una reivindicación del derecho al juicio de los prejuicios, el de la plaza pública con la plebe pidiendo carnaza a la menor sospecha y con las convicciones de cada cual como único argumento. ¿Confiar en la justicia? ¿Para qué habiendo FB o Twitter?

Dan miedo alguno de esos portavoces de asociaciones feministas, o de cualquier otro tipo, al estilo de la Irazu de la de Oviedo. Piden, exigen, que se haga justicia al más viejo estilo del Santo Oficio, con acto de fe de por medio en forma de deshonrosa retirada de la estatua del cineasta neoyorquino de la vía pública. Lo hacen con una vehemencia, una urgencia, que levanta más de una sospecha sobre sus verdaderas intenciones. A saber en qué medida no les están echando un pulso a las instituciones, a la clase política en teoría por todos elegida, para que se sometan a sus mandados previo chantaje mediático. A mi la Irazu y todos los que son como ella me recuerdan -y esto por mucho que vaya a despertar, una vez más, el recelo de algunos por nombrar a unas señoras en concreto; ya sólo faltaría tener que andar con pies de plomo para tratar de no ofender al creyente de turno, como que siempre hay uno de guardia deseoso de ofenderse por cualquier memez, en el ejercicio de mi libertad de expresión- a las señoras de la Liga Anti-alcohol de los años veinte en EE.UU; acabaron imponiéndose por pesadas antes que nada, su activismo era tan fogoso y constante que al final los políticos del momento temieron, o más bien sobre valoraron, la influencia que podían tener entre el electorado, y pasó lo que pasó, es historia demasiado conocida.

Luego está el debate de si hay que separar la obra de un autor de su comportamiento privado. Cuántas estatuas y nombres de calles, plazas y demás espacios públicos no están dedicados a personajes relevantes en su momento por sus virtudes como hombres públicos, entre los que, a poco que rasques en su privacidad, te encuentras verdaderos monstruos, sobre todo vistos de la óptica contemporánea, que parece ser la única con la que la mayoría de nuestros coetáneos son capaces de ver las cosas del mundo. 

El caso es que nos hemos pasado toda la vida luchando contra la caterva de prejuicios de campanario y escuela nacional-católica de nuestros mayores, combatiendo, por lo general con humor de brocha gorda o ya directamente con la blasfemia, a los meapilas de ceño permanentemente fruncido para todo, y parece que ahora nos toca a hacerlo con estos puritanos de nuevo cuño para los que estado de Derecho está de sobra si éste no se pliega a sus demandas, individuos de una moral tan severa, intransigente, a los que ya no les vale uno de los principales fundamentos del contrato social porque el que se rigen las sociedades civilizadas y que establece que la justicia la imparten los profesionales del Derecho y no el iluminado de turno por muy voceras que sea.

Contra la moral de nuestros mayores y también la que quisieron imponernos en su momento los comisarios de la verdad revelada del turno en su versión más a la izquierda que nadie, pues bien es sabido que la moralina es la gran enfermedad de la izquierda, esto es, la convicción de que el resto de la humanidad está equivocada, vive en el pecado, porque no comulga con tus ideas y además no está dispuesta a hacerlo así los mandes a un Gulag en los Monegros. Me refiero al consabido complejo de superioridad de cierta izquierda incapaz de aceptar que el prójimo puede pensar por sí mismos sin necesidad de marcar el paso a las órdenes del gran timonel de tercera regional que te toca en suerte al lado dándote el coñazo con lo políticamente correcto y lo que no.

Uno se imagina que sería de nuestro mundo si, como ocurrió ya el EE.UU durante la famosa y funesta Ley Seca, los puritanos acaban imponiéndose. De acuerdo con la lógica de la petición de la retirada de la estatua de Woody Allen, habría que eliminar también sus obras y con ellas las de todos aquellos que, tanto en el presente como en el pasado, fueron sospechosos de algún crimen, puede que bastase incluso con haber ido a contracorriente de lo considerado políticamente corriente. Imagino, pues, pilas con libros de Celine, Ezra, Pound, Nabokov, Cela... Y ya puestos, y para evitar males mayores, incapaces de separar la obra de un autor de su vida privada por qué no exigir un certificado de penales a todo aquel que pretenda dedicarse a la creación. 

En fin, si no hace falta condena judicial para dar un veredicto, si todos somos jueces del prójimo y por lo tanto nos arrogamos el derecho a exponerlo al escarnio y la humillación de la plebe de la que formamos parte, pues oye, ya se sabe, bienvenidos de vuelta a la Edad Media, qué coño, a la época de Antiguo o Nuevo Testamento. ¿Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra? Ya nos podemos poner a cubierto de los puros todos los que ni lo somos, ni lo hemos sido, ni ganas de serlo nunca. 

*En la foto un acto de fe en toda regla celebrado hace unos días en Oviedo; faltaba, claro está, el capirote. 






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