miércoles, 3 de enero de 2018

UN FINAL DE CAMINO


Escribir de uno mismo es tanto como escribir de la gente que te rodea, no tanto de tus seres queridos, de tus allegados, como, simple y llanamente, de los que te acompañan o te han acompañado a lo largo o en algún momento de tu vida. Da miedo hacerlo porque sabes que te puedes arrepentir. No se escribe de los demás si no es para homenajearlos o para saldar cuentas pendientes. De lo primero es raro arrepentirse, el homenaje siempre es un muestra de cariño y a ese sólo lo puede traicionar la otra persona. Lo segundo ya es algo más peliagudo, ahí ronda siempre el miedo a cometer una injusticia, a dejarse llevar por un pronto a raíz de un malentendido o una simple corazonada. Esto último tiene que ver mucho con la sensacion de hartazgo por haber tolerado demasiados agravios, tanto a ti como a los que más quieres, a saber, malos gestos o comentarios, la mayoría de ellos gratuitos, infundados, simples ganas de hacer daño, los cuales entonces decidiste pasar por alto porque no quisiste darle la importancia que realmente tenían para que la cosa no fuera a mayores. Cualquier cosa con tal de no tener que aceptar la cruda realidad de que esa gente que formaba parte de tu cotidianidad, siquiera por puro accidente, no te quería nada, ni a ti ni a los tuyos, o al menos no te quería bien, por inercia y a regañadientes. Siempre una puya en la punta de la lengua, un reproche a cuenta de cosa la mayoría de las veces ajenas a ti, mucho rencor de origen o de clase, envidia a raudales, lo que fuera para acaparar motivos para odiarte por los bajines, justificarse a sí mismos la ojeriza mal disimulada, las ganas de odiar al diferente, al que no sigue el ritmo de la melodía de sus vidas porque esta a otras cosas, lejos de su mundo tan irremediablemente pequeño y mezquino, extraño de todo lo que para ellos es cotidiano y familiar, odiar al que ni sabe ni quiere seguir el paso que , al que se sale o se despista del rebaño que creen consustancial al orden de sus cosas. Para qué negarlo si siempre se les ha notado demasiado, despreciar al prójimo, humillarlo si tienen la menor oportunidad, les hace sentirse bien, les da un motivo de cohesión cada vez que se reúnen para hablar mal de ese otro, para verter sobre él toda su alteridad. Nunca te estimaron lo más mínimo, qué coño iban a entenderte, todo risitas a tus espaldas y de vez en cuando indirectas que volvías a dejar pasar por alto y por lo de siempre, haya paz, siempre al acecho para hacer leña del árbol caído, "ya caerá, ya, de su guindo...", y entonces a degüello, porque no han hecho otra cosa en toda su vida, porque no saben hacer otra. Pero pasa el tiempo, y no es que te des cuenta de un día para otro, quía, no hay caballo de Damasco que valga, lo has sabido siempre, siempre ha estado ahí ese encono, en todo. Así que hasta aquí hemos llegado, he tolerado demasiado, he puesto una mejilla detrás de otra, tragado todo tipo de sapos, y sobre todo me he hecho el tonto, mucho, demasiado. Simplemente hay gente que es lastre. 

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