jueves, 4 de enero de 2018

LA ETERNA Y NEGRA PROVINCIA DE CADA CUAL




Nos vamos, me voy. Catorce años de idas y venidas con una frecuencia de cada dos o tres semanas, conforman mi verdadero entorno geográfico. No siento que viaje de Oviedo a Vitoria, poco más me traslado de mi rincón con mis cosas a esas otras cosas de la casa familar que tantos quebraderos de cabeza nos dan como también una especie de asidero.

Viajar es otra cosa. Viajar me encanta, aunque sea al pueblo de al lado. Viajar es salir de lo cotadiano para ponerte en otro escenario. Los míos de cada día no me atán a una ciudad concreta. Vivo voluntariamente muy apartado, apenas salgo del barrio donde habito, hace mucho que no he pisado el centro de Oviefo. Tampoco lo rcho de menos, me va más el agro asturiano, pasear y alternar por Gijón mil veces antes que por ciudad tan menuda y ensimismada que tanto me recuerda a la mía; el mar lo puede todo, el mar siempre me ha hecho feliz.

Ya ni siquiero creo tener sentimientos de pertenencia a la ciudad que me vio nacer, en la que he crecido y donde están los míos, la mayoría de mi parientes pese a todo y los amigos de verdad, íntimos. En realidad nunca he tenido un sentimiento muy acusado de pertenencia. Al menos no del modo clásico, castizo, polular o populachero, que observo en la mayoría de mis paisanos. Nunca he sentido ni necesitado el arrobo de tribu alguna, más bien he sentido un rechazo instintivo cada vez que me han querido incluir en tal o cual grupi o fatría. Soy más de círculos íntimos, de incomodarme entre muchos. 

Con todo, mi ciudad solo es un escenario biográfico que ahora me evoca muchos recuerdos y me entristece sin remedio porque el paso del tiempo siempre es la constancia de una sucesión de fracasos y oportunidades perdidas. Lo pensaba ayer cuando estábamos en la Florida con mi hermano y mis dos sobrinos de ocho meses y pico, estos críos que tanto iluminan mi corazón junto con los míos. Esa parte céntrica de la ciudad, tan emblemática y hermosa, siempre fue lugar de paso, y a ratos también de esparcimiento, para el crío que fui. Tanto que ayer los rincones del parque y alrededores se me antojaban tan familiares como cualquier otro de la casa de mis padres, de cualquiera de las casas o estancias aquí y allá en las que ha transcurrido mi mediocre existencia.

Y sin embargo, y exceptuando la gente que quiero o aprecio, junto con algún que otro rincón como el casco viejo en su conjunto, qué mucho por el culo me da Vitoria y la mayoría de los vitorianos. Sé que una ciudad, por muy pequeña que sea, en realidad son varias ciudades en una, muchas veces ciudades antagónicas, irreconciliables. Vitoria se me antoja tal que así. Hay una ciudad en la que me siento en casa, a la que pertenezco, que me reconcilia. Luego hay otras que o desconozco o directamente me dan mucho por culo. En concreto una donde abunda la bobería ombliguista, el postureo de clase y cartera, la pose desdeñosa hacia todo lo de fuera de su círculo, la ignorancia satisfecha, el orgullo de aldea y el victimismo perpetuo y quejumbroso para con el vecino, la maledicencia como bandera y la inquina poco y mal disimulada hacia el diferente, sobre todo si es o creen que es uno de ellos. Gente que saluda de refilón o a regañadientes, que si se para parece hacerlo para pasar revista, hacer de inquisidor un rato, a ver éste en qué para, qué le saco para ir con el cuenta a otros y así echarnos unas risas. Gente que dedica medias sonrisas, sientes que murmulla a tus espaldas, que siempre son los mismos y siempre están en el mismo lugar. Es, por supuesto, la eterna y negra provincia de Flaubert y a mí me da mucho asco, me da igual que sea en Vitoria, Oviedo, Gijón o en cualquier otra parte. Es un mundo, una gente, que parece estar ahí, fija a un lugar, a un modo de vida, única y exclusivamente para joder al prójimo.

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