miércoles, 4 de agosto de 2010
4 DE AGOSTO
4 de agosto, baja Celedón desde lo alto de la torre de la Iglesia de San Miguel hasta el extremo de la Plaza de la Virgen Nueva para luego volver a cruzarla a pie entre el gentío enloquecido y beodo hasta la balconada de la iglesia en cuestión donde anunciará el inicio de las fiestas tras la profusión de los rituales Gora Celedón, Gora Andra Mari Zuriaren Jaiak, Gora Gasteiz, Gora Araba..
Empiezan las fiestas de la ciudad y uno que ya hace años que asiste a su inicio por televisión desde la tranquilidad del salón de casa de sus padres. Y no hay nostalgia que valga de los tiempos en que uno formaba parte de esa masa vocinglera y beoda que inunda la plaza al cántico de ¡Celedón ha hecho una casa nueva, Celedón con ventana y balcón! El cuerpo ya no está para esos tutes, todavía menos para las gaupasas (trasnoche o juerga sin parar hasta el amanecer) indecentes y la ingesta desmesurada de katxis y cubatas.
No hay nostalgia y no precisamente porque cualquier tiempo pasado fue mucho mejor. No caigamos en tópicos de viejos. Sólo que el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos, que cantaba Pablo Milanés. Ahora tocan niños y dosificarse. Ya hemos pillado y no hay necesidad de apurar la fiesta a ver si nos echamos novia o un remedo en fiestas, y todo lo más con las de fuera, al tenor del tópico local que asegura que peor que con las de casa ya imposible, además de que para qué, para líos. Tampoco estas fiestas suscitan en mí esa complacencia provinciana que otros aprovechan a sacar a pasear estos días. El orgullo de haber nacido aquí o allí no deja de ser un mero autoengaño, ni somos mejores ni peores que otros por el hecho meramente casual de haber nacido aquí o allí, eso lo da la persona, se lo gana uno a pulso para lo bueno y lo malo, no la partida de nacimiento o la del empadronamiento. También hay algo de verdad en que en cada sitio cuecen habas, sólo que de formas diferentes. Cada ciudad, villa o pueblín tiene su idiosincrasia y la nuestra no es precisamente para echar cohetes. Los hay más dados al jolgorio y el trato con el prójimo todo el año, y otros que sólo parecen manifestarse humanos y acaso sólo un poco más cercanos, puede que hasta simpáticos, en días señalados como estos. Luego está la monserga esa de las costumbres y tradiciones. La mayoría de ellas me resultan indiferentes, algunas incluso me resultan francamente desagradables, como la de los Faroles del Rosario de la Aurora por lo que tiene esta exhibicón de devoción popular de evidencia de lo arraigada e inmutable que es la tontería religiosa en gran parte de la población. A otros ya sé que no, que si leen esto ya estarán poniéndome de vuelta y media. Otros se corren de gusto con esta y otras tradiciones, les parecen mu bonicas, los enternecen, son tan devotos de su virgen y su terruño que merece la pena esperar todo el año para alcanzar el éxtasis en una procesión como ésta. Allá ellos y su empanada mental. Yo ya tengo la mía propia y tampoco tengo porqué dar explicaciones o pedir perdón a nadie por no compatir sentimientos tan hermosos e intensos, tan de buenas personas, de orden y todo, amen.
Y con todo, y ya desde la barrera de estas fiestas que para mí venían a ser poco más que una juerga cada día, puede que una resaca, estas fiestas me siguen gustando por lo que tienen de convulsión ciudadana, de desmadre con fecha de caducidad, de barra libre para todo tipo de excesos y hasta conductas. De repente la ciudad se llena no sólo de blusas borrachos (que para el que no lo sepa, vienen a ser cuadrillas de jóvenes urbanitas ataviados con el traje tradicional de los aldeanos del país con el fin, apenas reconocido, de poder hacer el gamba a conciencia) o boronos otro tanto, de forasteros despistados, de honrados padres de familia con el chip revolucionado, de todo tipo de tribus urbanas y buhoneros modernos. Uno llega a creerse que le han trasplantado a otra ciudad mucho más alegre, abierta y cosmopolita de lo que en realidad es. Una ciudad en la que prima la cordialidad y las ganas de pasarlo bien, en la que la música se adueña de las calles y la oferta de todo tipo de eventos aparece a cada vuelta de esquina. Enternece porque el resto del año Vitoria suele ser todo lo contrario. Es una ciudad seria y fría, de trato áspero y escaso con sus semejantes, volcada en eso de ganarse el pan de cada día y poco más, los excesos como que para eso, para fiestas y el resto como mucho en la intimidad del txoko o la cuadrilla. Además es una ciudad que sólo parece contenta consigo misma en fiestas, casi las únicas fechas en la que sus habitantes sólo se reconocen como vitorianos sin excepción. El resto del año no. El resto del año está sigue siendo una ciudad que no acaba de integrarse a sí misma, acomplejada frente a sus vecinos, incapaz de reconocerse del todo en una identidad que, o no tiene clara o desconoce en gran parte, que no acaba de asumir a todos los vitorianos como tales, que sigue teniendo gentes venidas de fuera aún después de vivir aquí durante medio siglo, que se pasa la vida dudando si es de aquí o de allá, o quiénes son de pata negra o de cochinillo toledano. Una ciudad que encima presume de moderna, integral y hasta cosmopolita, cuando en realidad lo que prima es la mentalidad rural trasplantada a la ciudad, el conservadurismo a machamartillo de una ciudad que sólo es poslevítica, que de ser de curas y militares se ha quedado en empleados de Michelín, Mercedes, funcionarios del Gobierno Vasco y amas de casa, que todo lo nuevo o desconocido le parece mal, que nunca está a la altura de sus vecinas ni le interesa, que siempre frunce el ceño.
No es una ciudad amable, es una ciudad rica que ha procurado utilizar sus recursos para ponerse a la cabeza de todo y siempre ha encontrado la respuesta negativa, excéptica o francamente hostil de sus habitantes, el no de entrada o el excepticismo como postura ante la vida. El vitoriano no es moderno, no es abierto, ni siquiera sabe que hay más allá de las torres de San Miguel o no le importa. Se salvan, claro, las minorías que todavía luchan a contra corriente, que hacen algo, que protestan de tanto atavismo y cerrazón, que dan la nota. Son cuatro gatos y están mal vistos, la mayoría no les hace ni puto caso.
Claro que exagero, pero porque como cualquier nativo renegado me exaspera el denominador común que caracteriza el comportamiento de mis paisanos, que vengo de Asturias donde todo son sonrisas y caras amables, y es entrar el primer establecimiento donde con toda probabilidad ni me darán los buenos días ni me antenderán con una sonrisa, sino más bien con una cara de infinito hastío por haberles sacado de su estado de eterna instrospección, no hay pocos filósofos de barbecho ni nada por estos lares. Otra cosa que la gente que conozcas o no lo sea tanto o sólo según el momento, pero es que la intimidad o la confianza que da la cercanía o la amistad es lo que tiene: nos hace humanos.
Por eso deseo que lleguen las fiestas, me imagino que estoy en otro lugar, que la gente es como quiere ser estos días y no como es en realidad, tirando a hosca y un tanto rancia. Por eso y porque yo también me voy haciendo con mis tradiciones, en concreto la de irme a cenar con mi pareja a un kebab con terraza el primer día con el fin de disfrutar del ambiente festivo y el desfile de todo tipo de especímenes humanos, con el estómago al rojo vivo con su correspondiente ración de katxis de cerveza. Luego ya habrá tiempo de llevar a los nenes a los cabezudos, el Gargantua, los títeres o lo que sea, de quedar a comer con los amigos, de darse los atracones del día de la Blanca en familia con el cordero, las rabas y lo que se tercie, de asistir a algún concierto o lo que sea, si consigo engañar a T hasta la llevo a escuchar bertsos, e incluso de darnos una vuelta por las txosnas de las facultades ante la atónita mirada de mi pareja que alucina cada vez que ve una de las pancartas que cuelgan por ahí. En fin, un año más de lo mismo y que dure. GORA ZELEDON, GORA GASTEIZ ETA JAI ZORIONTSUAK GUZTIOI!!!
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