viernes, 20 de agosto de 2010
OBITUARIO
Fallece Carlos Hugo de Borbón y Parma, la cabeza dinástica de la Casa Borbón-Parma, la rama carlista que desde 1832 y hasta finales de 1970 pretendió situar a los Borbón-Parma en el trono de España. La noticia debería pasar como una mera anécdota de sociedad, apenas un retazo curioso, anacrónico, de nuestro pasado más cercano.
Sin embargo, y tras ojear varios de los blog que sigo y leer algún que otro obituario sobre el personaje en la prensa terruñal, no puedo sino sumarme al recuerdo, no tanto del pretendiente y su figura, tan curiosa como controvertida, sino del carlismo como un fenómeno que de alguna u otra manera forma parte tanto del acervo político como del sociocultural y hasta familiar de las tierras vasco-navarras donde éste tuvo su más amplió y, sobre todo, fiel apoyo; no en vano fue en el territorio vasco-navarro donde los carlistas fueron hegemónicos, sobre todo en el campo (en alguna medida lo siguen siendo si reparamos en los apellidos de muchos de los actuales alcaldes de ciertas poblaciones, en especial navarras y alavesas, estirpes inagotables de caudillos de derechas a la sombra de no importa qué bándera) y donde se desarrollaron los episodios principales de las primera y tercera, guerras carlistas (llamadas aquí 1 y 2 a secas), tampoco hay que olvidar que sólo en el territorio vasco-navarro consiguieron formar un verdadero ejército gracias al apoyo de las diputaciones que nutrieron el mismo mediante las llamadas milicias forales de cada provincia, y fue también allí, y más concreto en Estella, donde tuvo su cuartel general el Pretendiente y sus generales, siempre hasta la derrota final.
De este modo, la noticia de la muerte del último pretendiente de los carlistas podría pasar por una efeméride sin mayor trascendencia. No obstante, el carlismo no sólo fue un episodio histórico cuyo recuerdo aparece ya entre las brumas románticas de sus guerras decimonónicas con sus uniformes, las azañas y salvajadas de cada bando, sus personajes entre lo heroico y lo simplemente canallesco a lo Zumalakarregi o Cura Santa Cruz. El carlismo duró como movimiento político hasta nuestros días, y lo hizo a pesar de sus derrotas como fuerza hegemónica del campo vasco-navarro, como movimiento más que partido en defensa de la tradición y la religión, lo primero reducido prácticamente a la reivindicación del sistema foral vasco-navarro que el estado central había abolido del todo tras la derrota durante la última carlistada (aquí habría que hablar y mucho de la acción de estas autoridades centrales tratando al país vasco-navarro como territorio ocupado, vencido, hay mucha bibliografía, mucho documento y testimonio no escrito en vías de extinción, bastaría con releer a Pablo Antoñana para hacerse una idea, y aún así se trata de un episodio minimizado, oculto y hasta negado dentro de la propaganda oficial al uso, y ello a pesar de su trascendencia para explicar el posterior desarrollo del nacionalismo vasco y, sobre todo, los derroteros que éste tomó donde antaño fue el coto de los de la boina roja). En cuanto a la religión, el carlismo fue de un extremismo católico, ultramontano que se decía, de una intolerancia muy al estilo de lo que hoy podemos ver en el integrismo islámico, que apenas podía haber tomado arraigo en otro lugar que no fuera el País Vasco-Navarro con su versión tan particular, tan poco latina o, como dicen ahora algunos entendidos, casi luterana avant la lettre, del catolicismo.
El carlismo para los de casa fue la resistencia armada y apenas callada de las clases populares del país, tanto frente a la abolición foral, como a lo que ellos consideraban la postergación de la religión en manos de gobiernos liberales. Esta sería una descripción muy del gusto de los amantes del cliches, muy ajustado a los lugares comunes sobre el carácter de los naturales de nuestra tierra, por lo general, y pese a todos los cambios habidos y por haber, una gente amante de lo viejo y del privilegio, fanáticos de lo suyo como pocos, meapilas, sujetacirios y comehostias a todas horas, cerrada e intrasigente por naturaleza, de convicciones de piedra y a pedradas, impermeable al progreso e incapaz de dar su brazo al torcer así les echen unas cuantas guerras encima y los correspondientes estados de excepción. Sin embargo, ya lo siento por aquellos a los que los cuatro tópicos de rigor les valen para despachar todo aquello que no entienden o no les gusta, el carlismo no se explica, casi nada lo hace, por la supuesta idiosincrasia del pueblo vasco (alguno les revienta y mucho hasta la existencia de este término tan de uso corriente entre nosotros, nacionalistas y los que no lo somos), sino más bien, y casi siempre, por la coyuntura socio-económica de sus sociedades, eso que el viejo Marx denominaba la superestructura y que supongo que a alguno le sonara de algo.
Resumiendo, pese al feroz o ultramontano catolicismo de los vascos-navarros y su apego poco más que enfermizo por lo suyo, el carlismo respondió sobre todo al miedo e indignación frente a los cambios del estado liberal, en especial la abolición de un régimen foral que durante siglos había servido de punto de encuentro de nuestra sociedades en todos sus aspectos. De ese modo, y casi de la noche a la mañana, el estado español abolió no sólo los privilegios de la pequeña aristocracia vascongada, nuestras instituciones seculares, sino también las leyes ancestrales por las que se regía el intercambio económico de nuestros pueblos y más en concreto las aduanas que protegían a los pequeños productores vasco-navarros de los grandes de allende el Ebro. En consecuencia, y sirva esto sólo como ejemplo, los pequeños viticultores alaveses y navarros se vieron arruinados por la afluencia a los mercados de la provincia del vino de la Rioja castellana, más barato y abundante que el alavés o el navarro, como que de repente todos los gravámenes que protegían este y otros sectores productivos del país se vieron compitiendo en desventaja con las grandes producciones del resto de España. El liberalismo había sido impuesto por la fuerza de las armas sin términos medios, y si bien las clases urbanas vasco-navarras se beneficiaban de esa ampliación de mercados, las populares y la vieja aristocracia agraria arruinada, se vieron en la tesitura de transformarse o morir, eso cuando nadie las había preparado para lo primero, cuando los únicos beneficiados resultaron los listillos al uso, los eternos aprobetxategis, los siempre bien situados al arribo del poder, del vencedor de turno.
Sólo teniendo en cuenta esa perspectiva económica se puede explicar lo profundo de la resistencia al nuevo estado liberal y lo duradero de la misma. Otra cosa es que la resistencia se hiciera de la mano de la reacción, en defensa de un pasado idealizado y de un régimen, el foral, que empezó a tener connotaciones cuasi míticas en el imaginario de nuestros paisanos. Conociendo el país y la época no resulta extraño, más bien lo habría sido todo lo contrario, que esas masas populares de campesinos, pequeños asalariados, aristócratas rurales o jauntxos venidos a menos y curas trabucaires, no se hubieran decantado por la defensa acérrima, sobre todo violenta, del anterior estado de cosas, de ahí la absurda pretensión, como muy del terruño, de solucionarlo por las bravas, esto es, colocando a la fuerza en el trono de España a un pretendiente Borbón que previamente había jurado restaurar y defender el régimen foral en su intregridad. Así llegó el carlismo de derrota en derrota, pero aumentando tras cada una de ella la aureola romántica de luchadores tan feroces como tenaces, generación tras generación, siempre esperando la siguiente oportunidad, preparándose desde pequeños para una nueva guerra, que sólo rendían sus armas ante una victoria total, aplastante, del enemigo, un ejército de voluntarios siempre en inferioridad de condiciones y medios que aún así había puesto en jaque en más de una batalla a todo el ejercito español con su inmenso poderío. Los carlistas, y más en concreto sus voluntarios armados, fueron tan temidos y odiados como admirados a regañadientes por sus principales y más cercanos enemigos: los liberales vascos, las clases urbanas del páis. Qué decir de Zumalakarregi, convertido en el imaginario del país en el èmulo de un Napoleón vascongado, o en el cura Santa Cruz como un antecesor de los actuales etarras.
Sin embargo, el carlismo siempre fue un movimiento integrista y reaccionario, así llegó a la Guerra Cívil, por eso luchó en el bando de los militares golpistas contra la República democrática, por eso también asesinó a miles de sus adversarios, sobre todo en Navarra, (aunque ahora muchos pretendan revisar la historia dando a entender que la represión en Euskal Herria fue cosa de unos pocos falangistas y encima casi todos venidos de fuera), y también por eso tras la victoria, la única que alcanzaron, ocuparon casi todos los puestos de mando y poder en nuestras provincias. Suyas fueron las diputaciones, la mayoría de las alcaldías, incluso los puestos medios de la administración y muy en especial en la policía foral de Álava y Navarra, nadie les hizo sombra, al menos no fuera de las ciudades.
Entretanto, su último pretendiente, don Jaime, educado en las mejores universidades de Europa y hombre de fina cultura e ideas avanzadas, se oponía a los nazis en Francia, denunciaba los excesos del franquismo, y de esa manera legó el trono teórico a su hijo Carlos Hugo, el cual honrando la memoria del primero puso los cimientos de la evolución, acaso revolución, del movimiento político que le había sido legado por una mera cuestión de hemoglobina; esa es la gracia de todas las dinastias monárquicas y por el estilo. A partir de ese momento, el recién fallecido pretendiente carlista empujó a los suyos a la denuncia del régimen franquista, incluso se sacó de la manga la cosa aquella del socialismo gestionario a la yugoslava, su peculiar manera de conciliar las aspiraciones forales con la unidad española, y en general, animó a sus devotos hacia las ideas progresistas, quién lo iba a decir, los abuelos no se lo podían creer, los nietos fruncían el ceño y los padres se engañaban con una redención a última hora por los pecados de décadas de connivencia con el franquismo.
Eso le costó la ruptura al movimiento, trágicamente consumado tras los sucesos de Montejurra, pero también el desconcierto de una masa social, en especial la vasco-navarra, que apenas podía concebir que los que habían ganado la guerra, matado a cientos de paisanos durante ésta, y disfrutado de las ventajas del régimen franquista casi en exclusiva se convirtieran de la noche a la mañana en opositores, más a la izquierda de lo que nunca se había visto u oído por estas tierras. No se lo tragó nadie. Carlos Hugo ni siquiera consiguió sacar su escaño por Navarra a las Cortes Españolas, y si no lo hacía allí, estaba claro que ya no lo haría en ninguna parte. Pero el carlismo no se diluyó, más bien migró hacia opciones políticas más acordes con los tiempos. De ese modo, si antes de la guerra había empezado a disputarse su hegemonía con el nacionalismo vasco en las provincias cantábricas y apenas era discutido en Álava y Navarra, a partir de la transición la gran mayoría de sus partidarios evolucionó hacia en nacionalismo vasco, cambió el rey por la ikurriña a la vez que conservaba la llama de la reivindicación foral, sobre todo en los medios rurales alaveses, guipuzcoanos y el norte de Navarra. En el resto de esta última provincia dio a parar en el navarrismo, la versión navarra de un regionalismo de derechas ultracatólico que por culpa de los errores anexionistas de los vecinos vascos fue a dar también en un antivasquismo primario, de matar al padre sobre todo, ese que nunca antes habría renegado de su condición de vasco y navarro al no ver en ello contradicción alguna. Y aún así, resulta bastante paradójico el gran número de familias de esa comunidad de probado abolengo carlista cuyos miembros militan en uno u otro bando. No por nada dicen muchos expertos que tanto el nacionalismo vasco como la derecha navarra no són sino la versión actualizada de un carlismo al que hacía tiempo ya que le sobraba la boina roja y la opción monárquica para defender lo de siempre: Dios, Patria y Fueros.
Así murió el carlismo y con él hoy lo ha hecho el último de sus pretendientes. Con todo, y si tenemos en cuenta su evolución ideológica para alguien que venía de donde venía, un más que digno epílogo de esta reliquia de la histórica, el único aspirante a rey de España que antes podría haber sido profesor en la Sorbona a diferencia de su primo Juan Carlos (otra cosa es que para la inmensa mayoría de los monárquicos mediáticos las principales cualidades del su rey no sean tanto las intelectuales como su don de gentes y simpatía, lo que, unido al hecho de que de su heredero apenas destaquen su prestancia y guapura, da mucho que pensar de lo que considera el común de los españoles que deben ser las cualidades de sus representantes por disignio divino...) el cual durante su visita de hace un año o así al recién inaugurado Museo del Carlismo en Estella, ofreció la imagen ya postrera e inevitablente triste del carlismo con su rostro demacrado por la enfermedad terminal y la anacrónica boina roja en la cabeza; parecía una pieza más del museo, o más bien eso es lo que era, una reliquia andante. La Historia no perdona ni los errores ni las excentricidades.
HALA ETA GUZTI, GIZALEGEZ ERE: AGUR ETA OHORE ERREGEARI: GOIAN BEGO ON CARLOS HUGO!
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