martes, 6 de marzo de 2012
LAS VÍCTIMAS NO TAN OLVIDADAS COMO LES GUSTARÍA A ALGUNOS
El 12 de junio de 1976, Alberto Soliño, pasaitarra de 33 años y músico, actuó por la noche en la sala de fiestas Jai Alai, de Eibar. Al salir del recinto, ya de madrugada, observó que uno de sus compañeros discutía con otra persona porque el vehículo de esta última le impedía introducir los instrumentos musicales en el suyo. De repente, vio que esa persona colocaba en el vientre de su compañero una pistola. Alberto Soliño se dirigió a quien amenazaba a su compañero, intentando calmarle. “¿Qué pasa? Hablando se entienden las personas”, le dijo.
En ese momento, salía el público del recinto que, al ver la escena, empezó a gritar. Soliño se volvió y el desconocido le golpeó con la pistola en la cabeza. Cayó al suelo y el agresor le disparó un tiro. El mismo homicida llevó a Soliño en su vehículo al centro sanitario de Eibar, adonde llegó cadáver. El autor del crimen era un guardia civil de paisano: Luis Carpintero.
La mayoría de estas víctimas mortales lo fueron en altercados, como Soliño; por confusión —como Segundo Urteaga, sacristán de Urabáin (Álava), tiroteado en el campanario de la Iglesia por un inspector de policía—; controles de carretera —como el matrimonio alavés formado por Victoriano Aguiriano y María Ángeles Barandiarán, que dejó a tres niños huérfanos— o por manifestaciones de protesta.
Un caso muy emblemático fue el de los cinco obreros muertos por disparos de la policía el 3 de marzo de 1976 en Vitoria cuando salían de una asamblea y cuyo 36 aniversario se cumplió el sábado. También lo es el caso de Roberto Pérez Jáuregui. Pérez Jáuregui murió el 8 de diciembre de 1970, en los últimos años de la dictadura de Franco, como consecuencia de los disparos de un policía en una manifestación celebrada en Eibar (Gipuzkoa) el 4 de diciembre de ese año en protesta por el juicio de Burgos contra 16 militantes de ETA, a seis de los cuales pedía pena de muerte un tribunal militar sin garantías democráticas.
Cómo cambia todo, qué rápido, puede que hasta con qué desvergüenza. Hoy El País se descuelga con un reportaje a doble página sobre las que el mismo periódico tilda de "las víctimas olvidadas", esto es, aquellas que, sin comérselo ni bebérselo, cayeron bajo el fuego de los servidores del Estado, y no precisamente en el trascurso de operación antiterrorista alguna.
Digo qué cómo cambian las cosas porque hasta hace poco ni siquiera se podía hablar de ello, era tabú, como se te ocurriera mentarlas, sobre todo fuera del PV, te crujían al instante, dabas de inmediato en amigo de los asesinos de ETA, y si no, y como poco, te miraban como si fueras bobo, un iluso al que le habían comido el coco los del entorno etarra, los malvados nacionalistas vascos. Peor aún, a efectos legales denunciar la violencia policial, recordar los muertos en manos de los miembros de la policía y la guardia civil en el País Vasco, era lo mismo que deslegitimar al Estado, hacerle la cama a los de ETA, jugar a su favor. Esos 60 muertos a manos de miembros de las fuerzas del orden españolas simplemente no existían, ni siquieran se sumaban a esas otras del Batallón Vasco Español, la Triple A o el GAL, no constaban en ninguna parte.
Y sin embargo ahí estaban, en la memoria de todos los que de alguna u otra manera sabían o habían visto cómo se los habían llevado por delante o quiénes habían sido. ETA mataba a diario, por supuesto, a estas altura, y descontando los simpatizantes del terror hasta las últimas consecuencias, hasta la plana mayor de los que votan a la izquierda abertzale son conscientes del daño infligido, puede que en su caso siquiera sólo por cuestiones meramente estratégicas antes que éticas o morales. En aquella época no estaba tan claro, y si no lo estuvo fue en buena parte por crímenes como los que traemos a colación, crímenes en manos de los que se suponía que combatían al terrorismo, pero que luego, con acciones indiscriminadas como estas que nos ocupan y también otras menos fatales pero igual de significativas del odio que destilaban contra todo lo que les olía a vasco, el modo cómo se relacionaban con una población a la que en muchos lugares y casos concibieron como enemiga en su totalidad, contribuyeron en buena parte a engordar el caldo del odio que alimentó a ETA durante décadas. No se dan cuenta de hasta qué punto la gente se vio abocada a elegir bando, ellos o los nuestros, hasta qué punto alimentaron la bestia con su hacer tabla rasa a la hora de echar mano al cinto, por qué duró tanto la pesadilla a pesar del mantra con el que ahora nos quieren vender unas fuerzas de seguridad inmaculadas y annegadas defensoras de la libertad y la democracia. Por favor, ni tanto ni tan calvo, cuántos de nosotros recordamos lo que recordamos, qué policía fue aquella delante de la que cuando eras niño tus padres se echaban a temblar en un control porque nunca podían estar seguros de que no se les iba a cruzar el cable y la iban a emprender a tiros a la menor de cambio; basta que lo recuerdes así para que salga alguno a llamarte de todo, terrorista, terrorista...
Por eso hay que aplaudir la voluntad del actual Gobierno Vasco de reconocer a todas las víctimas sin excepción, su arrojo a la hora de no ceder al maximalismo que durante décadas ha imperado entre los constitucionalistas a la hora de concebir todo lo que viniera a poner el tela de juicio la labor de las fuerzas de seguridad del Estado como lo más parecido a un acto de traición. Será que como son de allí y conocen el terreno, como han convivido con el drama durante décadas, les es imposible aceptar de buen grado ese maniqueísmo impuesto desde fuera que algunos quieren convertir en verdad oficial: no ha habido más violencia que la de ETA, todo lo demás es colaboración con terroristas.
Pero tampoco echemos las campanas al vuelo. Es cierto que EL PAÍS secunda la campaña del PSE o del Gobierno Vasco en favor de un relato justo de lo sucedido durante décadas de terrorismo en el País Vasco, que ha publicado un reportaje que hasta ayer mismo era inconcebible en cualquier medio español a excepción del GARA, DEIA o BERRIA; pero, no nos emocionemos en exceso, que el decano pijipogre es lo que es, y por si alguien le cupiera duda, por si puede escandalizarse alguno de los que no están dispuestos a dudar de la versión canónica e institucionalizad, ahí estaba apenas unas hojas más atrás un artículo de un tal Javier Reverte para templar los ánimos seguramente soliviantados de muchos españoles de bien que asumen como dogma de fe la maldad innata de los nacionalistas -vascos, por supuestos, que los otros, los españoles, ya sabemos que no existen, simplemente son los ciudadanos con tres dedos de frente que no dudan de la unidad de España y a los que las regioncillas con identidad propia, con ínfulas de creerse una comunidad diferenciada con hecho nacional propio y bla, bla, bla, les toca bastante los cojones-. Pero bueno, ya se sabe, no basta con disentir y discutir las razones del otro, hay que negarles el derecho a tenerlas. Y para ello nada como generalizar, satanizar el conjunto sin excepción, vender la moto de que todos los nacionalistas vascos son igual que demonios con cuernos y rabo. Poco importa que hasta a los vascos que criticamos el nacionalismo como tal nos rechine esa pretensión de hacer pasar por demonios, criminales, fanáticos, a gente que bien pueden ser nuestros parientes o amigos, ya sabemos que no hay lugar para matices en esa España de gente de bien, empezando por el gran matiz que representan esas sesenta víctimas olvidadas, desconocidas, no reconocidas.
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