sábado, 11 de enero de 2014

COCINEROS



De pequeño se pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, trastabillando entre los fogones. Ellas, su madre, la abuela y otras mujeres de la casa, le decían constantemente que dejara de jugar con la comida, que si quería echar una mano ahí tenía los chipirones para limpiar o las patatas para pelar. De mayor trabajó en varios restaurante de su pueblo y alrededores. Todavía le gustaba jugar con la comida, así que un día preparó unos boquerones en aceite de coco y los sacó a la barra; el dueño casi le corre a hostias. Otro día y en otro establecimiento le dio por los trampantojos, prepara unas alubias pintas con sacramentos que luego no eran alubias sino cacahuetes y los sacramentos boniato que hacía pasar por tocino y trozos gordos de zanahoria debidamente decorada que parecían chorizo, la salsa roja en realidad era una crema de remolacha. A los clientes, claro está, la cosa les hacía gracia; pero, ninguno pagaba el plato, todavía más claro: el dueño de ese local sí llegó a darle una buena somanta de hostias. 

Y así de un establecimiento a otro hasta que llegó a uno en el que sus dueños tampoco apreciaban su comida; pero, como en realidad no apreciaban ninguna porque él se pasaba el día borracho y ella fuera tirándose a todo bicho viviente, por fin pudo desarrollar su creatividad hasta límites insospechados. De ese modo, el eco de sus proezas culinarias, también llamadas por los lugareños chuminadas varias, llegó a oídos del crítico gastronómico del periódico decano de su región; un tipo que odiaba comer. A partir de ese momento todo le vino rodado, la fama de su cocina atrajo una catarata de snobs de la capital y fue tanto su éxito que empezaron a rifárselo los grandes restaurantes-. Acabó abriendo un conocido restaurante madrileño adonde solían acudir puntualmente los jugadores del Rayo y la plana mayor de los hoy en día imputados por la trama Gürtel. Todavía más, llegó a ser el primer español en obtener dos Estrellas Michelin y el Mondadientes de Oro de la Asociación Española de Fabricantes de Palillos. Su contable le dijo que era el momento de aprovechar el tirón, de expandirse, abrir otro restaurante en Barcelona, empezar a pensar en comercializar su propia línea de congelados de tortilla de alcachofas rellenas con bígaros y sus rollitos de otoño con todo tipo de setas y pasta de hojas caídas del árbol y tostadas a la leña.

Se le vino el mundo encima, no daba abasto. Le pesaba la responsabilidad de conservar las dos Estrellas Michelín y el Mondadientes de Oro, y ya no sólo procurando mantener la calidad de sus platos, sino incluso teniendo que superarse año tras año para sorprender a un público que cada vez le exigía más "chuminadas", un público que le abrumaba con sus aplausos y algunos elogios en los que llegaban a compararlo con Picasso o Miró. No soportó la presión y decidió traspasar su negocio, volverse a su pueblo para abrir una simple tasca. Nada del otro mundo, menús a precios asequibles y cocina de toda la vida, terruñal. Presumía de haber encontrado la fórmula de la felicidad en las cosas sencillas, en el trato con la gente sencilla, en hacerlo todo sencillo. La gente del pueblo, sin embargo, comentaba por los bajines que en la Tasca de Manolo no se comía mal; pero, también que a veces se le iba la mano, que le seguía dando por las chuminadas. "El otro día le echó sal Maldon de esa a mi chuleta...", comentó un parroquiano, "pues a mí me sacó unos pimientos rellenos de langostinos...", añadió otro. Y claro de vez en cuando también decían, "con cosas así luego no te extrañas de que tuviera que vender el restaurante de Madrid..."

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