El dodecafonismo de Arnold Schönberg con sus puñeteras series de doce notas, su empeño en abandonar definitivamente la tonalidad funcional y crear un sistema nuevo basado en reglas alejadas de la tensión entre armónicos que había reinado durante tres siglos en la música occidental es de una densidad tonal de muy difícil digestión hasta para el oído más avezado. En realidad se trata de un desafió estético que el diletante afronta con más curiosidad o generosidad intelectual que una verdadera búsqueda del placer estético, musical. Uno puede soportar mal que bien, esto es, haciendo acopio de una paciencia infinita y con un ánimo estudioso más que otra cosa, el principio de obras como Verklärte Nacht (Noche Transfigurada), cuando todavía su música no se había definitivamente atonal. Con todo, tanto flirteo con la irritante atonalidad, su ausencia de centro tonal estable y sobre todo el uso de un "inexistente" acorde de novena invertido, acaba con la paciencia de cualquier oído medio o por lo menos sin inclinaciones masoquistas.
No es de extrañar por lo tanto que, tras haber sucumbido a la tentación de probar por enésima vez si eres capaz de encontrarle el punto a ese tal Schönberg, no tardes en arrancar el CD del reproductor y sustituirlo por lo primero que te venga a mano, pongamos que Fauré. Una vez hecho eso el efecto es el mismo que cuando sales a la calle de un chequeo del médico o de una entrevista con tu director de la sucursal bancaria para pedir un crédito, y entras en el primer bar que encuentras a mano, pides un crianza de Solagüen o un cualquier otro vino por el estilo, y a continuación de metes dos o tres pinchos de encima de la barra: exactamente el mismo.
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