Vuelve a salir el sol y con él la
hora y pico de parque por la tarde con el pequeño mientras el mayor está en
clase. Me encanta este momento del día, ya sea sentado en banco desde el que
vigilo el ir y venir del enano, o de pie junto al castillo en previsión de que
se vaya a lanzar al vacío él solo al grito de "¡mira papa, soy un Angry
Bird y vuelo! Hora y medio de relajo que da para olvidarse de lo inmediato,
gozar del desborde adrenalínico de un crío de tres años, de fugaz percepción de
un momento de felicidad en estado puro, y, muy en especial, también para
observar al personal con el debido disimulo.
-Así pues, y tras horas de
profunda y a veces también de no poco tediosa observación, creo haber establecido varias
categorías de especies que habitan en el pequeño ecosistema que llamamos parque
de columpios. No voy a extenderme en el tema, de hecho queda aplazado para
próximas entregas; pero, sí voy a destacar una de esas especies de seres que
presumo haber podido catalogar. Me refiero en concreto al de las abuelas –también
pueden recibir el apelativo de “putas viejas pesadas” de acuerdo con el momento
del día, esto es, la pesadez estomacal del sociólogo de barbecho que hay en
este humilde observador-. Se distingue esta especie en concreto, aparte de por lo avanzado
de su edad, como es lógico, por un rasgo inequívoco de su conducta y que no es
otro que el de exagerar hasta límites inimaginables y puede que incluso espeluznantes,
su cometido como guardián del nieto o nietos. Quiero decir, la abuela no suele
limitarse a cuidar de los niños como lo haría cualquiera de sus progenitores, a
alimentarlos con el correspondiente bocadillo, zumo o tableta de chocolate, a llamarles
la atención para que no se rompan la crisma en el tobogán o a reprenderlos
cuando se enzarzan a hostias con otro tierno infante. No, la abuela del parque acostumbra
a exagerar las funciones propias de los padres hasta límites insospechados de
vergüenza ajena. Esto es, la abuela siempre, siempre, procura hacer partícipe
al resto de los presentes en el parque de que el niño de aspecto tal y nombre cual
que corretea entre la multitud de niños del parque es su nieto y sólo suyo, que
no se equivoque nadie, “esi ye el mio
nietu, oh!”. Más aún, puede que la
persona que se sienta a su lado en el banco no haya prestado la debida atención
al anuncio de la señora, entonces ésta llamará a voces a su nieto para que ya
no le quepa dudas al interfecto: “Manolín, qué faes, fiu, ven pa ca agora mesmu, ties merendar, ho!” Eso si antes
no ha estado instruyendo a grito pelado al nenu acerca del modo de hacer frente
a los peligros que le pueden acechar en el parque y que el pobre crío
probablemente habrá oído ya más de un millón de veces. Y también, también se
habrá pasado media tarde reprendiendo a los niños que se acercan al suyo, no
tanto porque lo hayan hecho a éste, sino más bien porque lo que podrían
hacerle, cuestión para la que aplican el conocido precepto femenino de echar la
bronca preventiva, esto es, “te regaño por lo que creo que podías hacer antes
de lo que hagas”. Instrucción que
continua, a voces por supuesto, cuando el nieto en cuestión se acerca hasta su
adorable abuela para recibir la merienda de ella con la consabida ristra de
consejos, “si bebes tan deprisa el zumo luego vas a tener sed”, órdenes “¡come
primero el bocadillo”, chantajes, “como comas primero el chocolate luego no hay
zumo”, insidias más o menos veladas de suegra, “no te manches que ya conoces a
tu madre y sabes que se pone como una loca”. Y todo, todo esto a voz en grito
para sepa todo el parque lo aplicada que es la señora en sus deberes. La mejor
abuela del mundo, la que mejor cuida a los suyos, la que mejor y más alto y de
seguido los ensalza, la que no pierde ripio para hablarte de ellos sin que
hayas hecho el menor amago de prestar interés alguno. Pero claro, a veces,
tanto celo y desvelo, tanta sobreactuación, y no sólo por el cuidado del nieto,
sino sobre todo para que el resto de los presentes sepa el pedazo de abuela que
tienen los muy afortunados, lo mucho que la quieren, por lo general más que la madre y no
digamos ya si el padre es el yerno, jodidas brujas, puede ponerlas en verdaderos
bretes.
-¿Yá conoces a la mio nieta?
-¿Cuál? –responde, o rezonga más
bien, el vecino del banco.
-Esa neña tan guapa, tan alta,
tan rubia y tan llista que xuega con esos neños tan brutos.
-¿Esa que viene hacia aquí?
-Si claru, mira cómo cuerri onde
la so güela, tienme un ciñu enorme, nun puede vivir ensin la so güela. Y yo, yo
tampoco podría vivir ensin ella, dame la vida, de fechu nun sé que sería de mi
ensin ella, quereme tantu.
Ven, ven, Isabel, di-y a esti
señor quién ye la mio nieta preferida, Isabel.
-¡Abuelaaaaaa, que no soy la
Isabel, que soy la Ireneeeeeee!
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