Salgo escopeteado a buscar a los nenes en coche porque no para de jarrear. En efecto, llueve a cántaros, casi no se ve nada a través del parabrisas. Lo que veo, sin embargo, es a un pizzero en moto que me adelanta a toda velocidad, que derrapa y no cae al suelo de milagro. Al revés, endereza su moto sin inmutarse y prosigue su carrera para a unos pocos metros más adelante verse inmerso en una acuaplaneo que a mí se me hace eterno y al chaval fijo que también, pero del que vuelve a salir indemne porque salta a la vista que controla la moto de reparto mejor que su paisano Alonso el Ferrari. Y en efecto, no ha acabado de superar la prueba hidráulica cuando frena, aparca y se baja de la moto para coger la pizza y dirigirse con ella a un portal donde supongo que le esperará bajo la lluvia a que le abra el cliente, alguien que habrá pedido una pizza este lluvioso y macilento miércoles al mediodía porque no sabe o no le apetece cocinar, alguien incapaz siquiera de hacerse una tortilla francesa y por lo tanto para mí alguien casi que sin derecho a la vida. Pero bueno, el caso es que he visto al pizzero jugársela para entregar a tiempo su pedido, se supone que calentito, y esto no sólo teniendo en cuenta los dos acuaplaneos, sino también el hecho de que apenas cinco minutos antes de meterme en el coche había estado granizando a base de bien, eso y que por el nombre de la pizzería que viene en la moto sé que no está precisamente cerquita de donde nos encontramos. Para que luego digan que si la juventud esto o lo otro, que no tienen cultura del esfuerzo, que los sueldos que cobran estaban inflados, que.... Yo qué sé, el caso es que en ese momento, y por uno de esos caprichos del subconsciente, me ha venido a la cabeza de repente la imagen de un tal Arturo Fernández al que acaban de nombrar presidente de la patronal madrileña.
jueves, 27 de marzo de 2014
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