domingo, 15 de marzo de 2015

AMOR A LOS CINCO AÑOS




Ella es una niña preciosa y encantadora de cinco años que está siempre alegre y correteando de un lado a otro del patio de la escuela. Mi madre diría que es una “pocholada” de niña, si bien para mi madre casi todos los niños son “pocholos”, si me apuran diría que hasta los del Estado Islámico cuando degüellan a sus víctimas. Ella no puede reprimir un grito de alegría cuando ve a mi hijo pequeño por las mañanas: “¡Buenos días, Mikelote! ¿Qué tal estás Mikelote?” Tampoco al mediodía cuando voy al recogerlo y corre detrás de él para despedirse hasta el día siguiente: “¡hasta mañana, Mikelote!”. A veces llegamos a la fila cuando ella ya lleva un rato y es ver llegar a Mikelote y estallar de alegría. En ese momento no existen otros niños para ella, sólo Mikelote. Por eso hace todo lo que puede para llamar la atención de Mikelote, poco importa que éste esté pegando la hebra con otros niños o más bien intercambiando empujones y patadas con ellos. Entonces ella se interpondrá entre los niños y Mikelote y comenzará a hacerle muecas para que se fije sólo en ella. Mikelote, sin embargo, se hará de rogar y se dará la vuelta para no verla con una sonrisa de oreja a oreja. Porque Mikelote no es indiferente a los requiebros de la niña. De hecho, ya sea a las idas o las venidas, Mikelote siempre está esperando que aparezca de un momento a otro la niña. Entonces, lejos de incomodarse por sus berridos, por ese “¡Mikelote!” tan enfático como tierno, el canijo finge un fastidio que no es tal porque, si te fijas en su cara, lo que está de verdad es ruborizándose de puro gusto. Todavía más, si ella lo asalta cuando todavía estamos en el patio del colegio, Mikelote se suelta de mi mano y se pone a dar vueltas en círculo con la lengua fuera y los brazos desplegados como si fuera una avioneta que ha perdido el rumbo. Parece una táctica de cortejo primitiva, ni los gansos hacen semejantes gansadas para llamar la atención del sexo opuesto; pero a él le funciona, la niña no sólo rompe a reír como una descosida, sino que incluso se incorpora a la órbita que Mikelote traza a lo largo del patio. Verles correr uno detrás del otro trazando circunferencias en la pura nada es una de las cosas más bonitas y emotivas que he visto en mucho tiempo; eso y que yo cada vez me conmuevo más por estas tonterías, me estoy haciendo viejo.

Pero claro, el amor a los cinco años como a los quince, veinte, treinta y en adelante, un tiovivo de emociones que le dicen, un carro de tiro repleto de ellas en el que debes aprender a sujetar bien las riendas con todas tus fuerzas porque de lo contrario se te pueden desbocar las bestias en cualquier momento y la hostia ya no te la quita nadie. Ayer mismo a la mañana, al poco de llegar a la fila. Ella lo esperaba con la misma ilusión de todos los días, preparada para ofrecerle la más amplia de sus sonrisas y disfrutar en exclusiva de su atención. Él, que a veces es como su padre por las mañanas, que voy pensando en mis cosas y todo lo que rodea como si no existiera, que para qué, pasó de largo y sin darse cuenta delante de ella. Peor aún, al llegar a lo alto de la escalinata de la entrada a clase donde le esperaban otros niños, no hizo amago alguno de darse la vuelta para comprobar si ella se encontraba abajo como todos los días. En realidad no se acordaba en ese momento ni de que existía –ya digo que en eso también como su padre-, bastante tenía él con hacerse un hueco a codazos y patadas entre los mocosos que se apelotonaban junto a la puerta. Pero claro, ella no sabía que ese día Mikelote iba medio dormido, no entendió que pasara delante de ella sin dirigirle ni media palabra, que se pusiera a hacer el machote con otros niños mientras ella permanecía abajo sola y descompuesta, la viva imagen del desengaño en el rostro inocente de una niña de cinco años. Tan niña y ya víctima de los sinsabores de un supuesto desamor que no es tal, todo lo más torpeza por parte de él, también en eso como su padre, nunca un verdadero rompecorazones sino más bien un rompepelotas, por torpe, siempre por demasiado torpe. En fin, qué coño, cuestión de ir acostumbrándose.

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