domingo, 8 de marzo de 2015

VIAGRA Y KEBAB


Amador Ortega creía a sus casi setenta años a punto de cumplir que debía hacer honor a su nombre de pila. Sobre todo después de haber descubierto recién enviudado que las mujeres de cierta edad, como las amigas de su difunta esposa, todavía seguían considerándolo un hombre atractivo. De hecho, Amador había quedado con una de ellas después del entierro para cenar el fin semana; “para que no te sientas tan solo ahora que no está ella.” Todavía más, no había llegado el fin de semana y ya había recibido la llamada de otra de la amigas de la difunta con el propósito de invitarlo a comer en su casa cualquier día que le viniera bien; “para que no te sientas tan solo ahora que no esta ella.” De hecho, y para su sorpresa, que no acababa de creérselo, aunque todavía se mantenía en forma para su edad y recordaba haber tenido éxito con las mujeres cuando era joven, incluso la encargada de la peluquería a la que acudía a cortarse el pelo todos los meses, porque Amador conservaba todo su pelo,si bien ahora con las sienes plateadas como en el tango de Gardel, una mujer veinte años más joven que él, le propuso salir juntos un sábado a la noche para ir después de cenar a bailar salsa a un local de moda que según ella lo estaba petando esa temporada en la ciudad. Amador, ni qué decir, se disculpó con la primera amiga de su mujer, le dio largas a la segunda, porque el pobre no sabía freír ni un huevo y no quería cerrar esa puerta que le ofrecía comida caliente y casera entre semana, y quedó con la encargada de la peluquería. Amador estaba pletórico, sentía que volvía a tener quince años, una excitación que sin embargo resultaba más efectiva en su cabeza que en su entrepierna porque a Amador ya apenas se le levantaba. Lástima también que la pensión que le había quedado a Amador tras toda una vida de cotizar lo mínimo fuera tan exigua que bien sabía él que no se podía permitir comprar Viagra en condiciones. Lo sabía porque el farmacéutico de la esquina de su casa le había confesado que esas pastillas milagrosas estaban poco más que a precio de chuletón, que allá él con sus prioridades. Amador pensaba ya que tendría que renunciar a sus fantasías eróticas, siquiera ya sólo a su débito masculino para con la encargada de la peluquería. No obstante, una tarde que estaba tomando vinos con su cuadrilla y se le ocurrió comentar el tema con su amigo Felix en un apartado, éste consiguió devolverle todas las esperanzas.



-¿No sabías que se puede comprar Viagra por Internet a precio de ganga?

-No sé, me da un poco de yuyu.

-Qué yuyu ni qué hostias. La fabrican en laboratorios de la India, allí es perfectamente legal, y si no está autorizada en Europa por qué crees tú que es.

-No caigo.

-¡Coño, Amador, que pareces bobo! Por qué va a ser, porque no quieren que las farmacéuticas indias hagan la competencia a las de aquí, por eso se inventan lo de que la Viagra india no cumple con no sé qué requisitos médicos. En realidad es una forma de proteccionismo encubierto.

-¿Pero eso no será peligroso?

-¿Tú has oído algo de que se muera la gente en la India por tomar Viagra?

-No, por tomar Viagra precisamente no.

-Pues eso. Ya te doy la dirección de la página web.


Fue llegar el paquete con la Viagra por correo y llamar a la encargada de la peluquería. Amador no cabía de gozo, presentía que esa noche empezaba una segunda juventud dorada para él. Sin embargo, y aunque la velada resultó de lo más satisfactoria, que no pararon de reír ambos durante toda la cena y ya luego en el local de salsa él apenas acusó los años sobre la pista de baile, algo estaba fallando. Daba igual lo atractiva que estuviera aquella noche la peluquera con su vestido negro ajustado y su falda por encima de la rodilla, lo sugerente de sus movimientos alrededor de Amador y las miradas de gata en celo que le arrojaba cada vez que daba una voltereta alrededor de su compañero de baile para luego simular que caía sobre sus brazos sin apartar la vista de sus ojos verdes; ni siquiera ya ese último recurso de ella de restregarle su trasero por la entrepierna como el que no quiere la cosa, consiguió provocar en él la erección que probablemente ella consideraba el paso previo para lo que ambos se habían prometido como una noche de lujuria desenfrenada. Amador decidió no tentar a la suerte y prefirió improvisar una excusa con el cansancio provocado por el baile como principal argumento. Lo había pasado de cine, de hecho hacía años que no lo pasaba tan bien; pero, estaba reventado después de tanto baile, la edad no perdonaba, y también era demasiado pronto todavía, ya quedarían otro día. Así pues, él la acompañó hasta el portal de su casa, se despidió de ella con un beso en la boca, ella se metió dentro con la convicción de que haber conocido al último de los caballeros, y él decidió irse de putas para comprobar si lo de la entrepierna era cosa de los nervios, falta de entreno en suma, y no que le hubieran tangado con lo de la Viagra.


Ya en en uno de los puticlubs de mayor solera de la ciudad al final de la avenida principal de ésta, Amador invitó a una copa a una rubia imponente, apenas una cría de casi dos metros, cintura de avispa, piel nívea y ojos del color de la tundra, una chica eslava que apenas hablaba castellano y que él creyó que le decía que acababa de llegar huyendo de la guerra de Ucrania o algo parecido. Nada, seguía sin ponérsele dura. Él lo achacó a la falta de entendimiento por culpa del escaso o más bien imposible castellano de la rusa o ucrania, no sabía exactamente, no se había enterado de la misa la media, y acaso también porque los casi dos metros de ésta lo acomplejaban un poquito. De modo que al final decidió decantarse por una colombiana madura que no había parado de cimbrear su cuerpo en un extremo de la barra desde que él había traspasado la puerta del local. Amador consideraba que tanto las turgencias femeninas de la mulata como el exotismo irresistible de su acento debían ser definitivos para su propósito, siempre lo habían sido. Ni por esas, Amador no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia del engaño y abandonar el campo de batalla con el mismo peso sobre los hombros con el que Napoleón debió resignarse a su exilio en la isla de Santa Elena.


De regreso a casa, Amador juzgó que estaba demasiado cansado y frustrado como para encerrarse entre las cuatro paredes de su casa con su soledad recién estrenada. Además tenía hambre, mucha hambre; probablemente el único deseo que se sentía capaz de satisfacer esa noche y a saber si también en adelante. Sin embargo, era ya muy tarde y los únicos establecimientos abiertos a esas horas de la noche eran aquellos que servían comida rápida como el Kebab de la esquina de su casa. Nunca había entrado en uno de ellos. Aún más, decía que le echaban para atrás porque la higiene de los mismos se le antojaba una quimera. Pero esa noche, ya fuera por el hambre o porque en realidad todo le importaba una higa, ya no estaba para melindres. Amador entró en el kebab, se puso a la cola de la chavalería que esperaba su turno en ese momento, observó a los dos camareros pakistaníes, o de dónde fueran de esa parte del mundo, que atendían la barra, un chico joven, espigado, dueño de un tupido cabello color azabache, y un hombre maduro, dueño a su vez de un poblado mostacho negro con el que parecía querer compensar la ausencia de una cobertura capilar sobre su cabeza, el cual estaba al cargo de los bombos giratorios sobre los que preparaban la carne supuestamente de cordero o pollo para sus kebabs, y de cuyos musculosos bíceps Amador no pudo apartar la vista durante todo el rato que éste le prepara su ración, y fue justo en ese momento, Amador quiere pensar que debido al fuerte olor a sudor que emanaban los dos pakistaníes en conjunción con ese otro a especias del establecimiento, que empezó a sentir que en su entrepierna resurgía el ave fénix de su masculinidad.

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