viernes, 22 de julio de 2011

B.B. KING Y COMPAÑÍA



Ayer actuaba B.B. King sobre la playa de Zurriola en Donosti, en el marco de eso que allí llaman festival de jazz y que tiene de jazz lo que un bocadillo de chorizo de píldora adelgazante. En cualquier caso, viendo las fotos de la actuación de ayer, con un B.B. King de 85 años, actuando desde una silla porque los huesos y la diabetes son lo que son por mucha fe en Díos y todo lo que quieras, por mucho duende del Blues que tengas y una guitarra como Lucile que sabes que nunca te va a fallar como esas féminas de los blues que siempre se van con el tipo forrado de pasta abandonando al pobre músico negro, el cual, como dice la canción de Fito, siempre se enamora de la menos buena, la verdad es que tenían un punto de innegable patetismo con sabor a eterna despedida. Luego ya que el tiempo fuera de perros, amenaza de lluvia y la marea alta comiéndose media playa, pues todavía más blue la cosa.

En cualquier caso, viendo las imágenes del concierto cómo no evocar el muy peculiar concierto de B.B. King al que asistí hace ya casi veinte años en Dublín. Lo calificó de peculiar porque se celebró en un escenario nada habitual, en pleno centro de la ciudad, con el escenario levantado al otro lado de la verja del edificio del Banco de Irlanda (la famosa antigua sede de correos que fue asaltada por los rebeldes durante el Levantamiento de Pascua y de la que fueron sacados a cañonazos por los ingleses antes de ser fusilados por estos) y el público repartido por las calles de los alrededores, que es como decir que pararon la ciudad entera pues estamos hablando del centro del centro de la ciudad, también llamado centro neurálgico, así en fino. Pues allí estuvimos disfrutando del blues más clásico, guitarreo puro y mucho gorgorito negro a lo gospel, una gozada. La escena, con los músicos sobre un escenario al otro lado de la alta verja del señorial edificio neoclásico del banco bien que tenía su punto, me recordaba una de esas pelis americanas en las que salen tugurios sureños donde los músicos de country tocan detrás de unas barras o una lona metálica para que no les alcancen las botellas que les arrojan los borrachos o simples capullos. El caso es que aquel día nadie arrojaba otra cosa que no fueran besos y aplausos, en especial las oficinistas desde las ventanas de los pisos de los edificios de enfrente, allí donde se encuentran los despachos más serios y exclusivos del país, de un país que tiene poco de serio y exclusivo, claro está. Ellas tan despendoladas, tan pálidas y pelirrojas, con sus melenas al aire y dos o tres botones menos de la camisa dejando asomar los encajes de sus sujetadores, como ellos con la corbata suelta a la altura del ombligo y sus contoneos guitarreros: súbete luego a pedirles un crédito y di que es para una Harley, fijo que te conceden uno para la moto y otro para la rubia que quieras o no tiene que ir de paquete, parece ser que es lo que mandan los cánones.

Y como va de conciertos, casualidades de la vida, hoy actúa en los jardines de Falarina en Vitoria el guitarrista flamenco Raimundo Amador. Casualidades porque es sabido que el sevillano mantuvo hace no mucho una relación sentimental con el genio del blues que nos ocupa. Por sentimental me refiero a que le pusieron mucho sentimiento al disco que grabaron a dos manos, cada uno rascando su respectiva guitarra, el negro a la Lucile y el gitano a la Gerundina.

Para mí que los hay que llevan día esperando con ansía el concierto. Lo digo porque estábamos ayer con unos amigos en Aldabe, en la plaza que ya habría que decir de la ONU o directamente Al-Dabe, porque allí, si bien hay gente de todas partes, la verdad es que predomina la morisma dado que tiene al lado su zoco con sus mezquitas y negocios en la antigua Barrenkale, sentados enfrente de unos abueletes que debieron luchar con Franco en su guardia mora, con unos tremendos negratas de vete tú a saber dónde a un lado, y al otro unos gitanillos por palmas, aayayayayayayay… Menudo ambientazo, entre la jerigonza árabe-wolof-urdú y el quejío de los Montoya-Heredia (apellidos, por cierto, genuinamente alaveses) y los gritos de la mucama latina a sus churumbeles: Walter Joseeeeesé, Yusnavyyyyyyy, no crucen sin mirar que los va atropellar un carro, vayan despasito no más… Eso y el trapicheo competitivo entre marroquíes y argelinos en las esquinas, el olor a kebab de los pakistaníes a su paso con sus túnicas inmaculadas y sus mostachos, las negras senegalesas o de por ahí, tremendas con sus tornasolados trajes regionales y sus traseros planetarios, algún que otro barbudo admirador de Bin Laden, un anciano gallego en dirección a su piso de la Coronación que viene de cobrar la pensión o de otro barrio donde todavía hay tiendas que venden productos españoles, siquiera sólo lacón para los grelos, el gitanillo a toda pastilla en una bicicleta que válgame Dios, Alá y quien sea de suponer que es robada y la chinita de camino de vuelta al sótano de la tienda tras darse el garbeo del mes hasta la acera de enfrente. Y mira que me gusta sentarme en la terraza de Los Amigos a contemplar tan variopinto paisanaje, nada que ver con la chusma pretendidamente elegante y bienpensante de la Dato y alrededores, con sus jerséis al cuello, sus exclusivas camisas de rayas, su pelo engominado, el bulto de su cartera en el bolsillo trasero de los pantalones beige de pinzas y con raya en medio y, eso que no falte, que se note que vamos por la vida mirando como triunfadores, su careto de asco permanente, ¡mira cariño, acabo de ver a un negro, escóndete, que no resisto las comparaciones!; ¡dónde va a parar!

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