jueves, 28 de mayo de 2015

EL HIJO DEL PELUQUERO




Hoy he ido a cortarme el pelo a una peluquería del barrio. Es la primera vez en cuarenta y tantos años que me lo corta alguien que no sea mi padre. De pequeño me lo cortaba en la peluquería que ocupaba parte del piso en el que vivíamos en la Avenida Gasteiz, entonces todavía del Generalísimo. Luego me lo siguió cortando durante unas cuantas décadas más en la academia de peluquería homologada, Edergintza para los que me conocéis de siempre, por la que han pasado varias generaciones de peluqueros vitorianos y no pocos de Miranda, el Alto Deba, Haro y de toda la Llanada hasta Alsasua inclusive. Al final, una vez jubilado de la academia y abandonado del todo el oficio en el que había trabajado a destajo de joven y gracias al cual pudo dedicarse a otras cosas más de su agrado, me lo cortaba en casa, a mí y a sus dos nietos, sin lugar a dudas uno de los momentos que más feliz le hacían en los últimos años. La última vez que me lo cortó no hace ni mes y medio. Así que sabía que lo de hoy iba a ser duro, muy duro. La primera vez que un extraño ponía sus tijeras sobre mi cabeza, la primera vez en mi vida que no he sentido su aliento y el tacto de sus manos sobre mi nuca, la primera vez desde su muerte que me acordaba con tanta intensidad, prácticamente como si fuera ayer, de aquellos años en la peluquería a la que me hacía salir para ayudarle a quitar los rulos a las clientas o de todo el tiempo pasado a su lado en la administración de la academia, ya fuera de seguido o de tanto en tanto mientras servidor estaba a otras cosas, resumiendo, la enésima constancia de que se ha ido para siempre. En fin, he intentado aguantar hasta el último momento sin emocionarme, eso queda muy feo delante de extraños, así me lo han enseñado y así procuraré hacerlo hasta que me muera, contarlo ya es otra cosa, contarlo, escribirlo, me alivia como no sabe nadie; pero, con todo soy, como era él bajo su coraza, demasiado emotivo, soy antes que nada el hijo del peluquero de la Avenida y no puedo evitar que entrar a una peluquería sea para mí como regresar a la infancia, lo cual, al fin y al cabo, ha sido también como volver a ver mi padre con la misma edad que tengo yo ahora, ha sido verme en los ojos de mis hijos, ha sido tanto un suplicio como un goce, ha sido una manifestación de duelo como otra cualquiera de las muchas que llevo a cuestas desde hace semanas. Así pues, al final he tenido que confesar a la peluquera que no podía mirarme en el espejo para ver el estropicio que me estaba haciendo, que si lo hacía corría el riesgo de no poder aguantar el llanto. De modo que me he levantado, he pagado, toda una nueva experiencia para mí pagar por un corte de pelo, y me he marchado en dirección al parque de enfrente donde ya he podido sollozar a gusto bajo la sombra de un árbol. Luego ya en casa, cuando mi pareja me ha dicho que me habían cortado de pena por detrás, que nada que ver con la manera como me lo cortaba mi padre, que menuda escabechina, yo ya no sé si me he llevado un chasco o una tremenda alegría.

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