La semana antes de las elecciones preguntaban a unos ciudadanos de Xativa acerca de una posible reelección como alcalde del Alfonso Rus, suspendido cautelarmente de militancia por el PP a raíz de su posible implicación en unas grabaciones del caso Imelsa. Pues bien, de entre las muchas opiniones en contra de dicha reelección, y no pocas en las que algunos setabenses manifestaban tanto su indignación, asco y repulsa como incluso su propósito de abandonar la localidad en el caso se que se hubiera dado tal contingencia -la cual al final afortunadamente no se ha producido-, destacaba la de un paisano que aseguraba preferir un político corrupto como Rus porque éste por lo menos ya se había enriquecido todo lo posible y por lo tanto, creía él, ahora probablemente no necesitaría robar tanto, no tanto, y eso por no hablar de los beneficios para el pueblo de tener como alcalde a un potentado que en caso extremo siempre podría echar mano de su patrimonio para congratularse con sus ciudadanos. Unas declaraciones preciosas por lo que tenían de testimonio sociopolítico, antropológico más bien, del discurrir de todos aquellos que otorgan su voto a los mismos sinvergüenzas corruptos elección tras elección, y además por lo general sin ser beneficiarios directos, ni siquiera indirectos, de las tropelías de éstos. Aún más, dichas afirmaciones representan en sí mismas un hecho verdaderamente notable, yo diría que arqueológico, de permanencia a través del tiempo de una actitud o mentalidad acerca de la cosa pública que nos ha llegado directamente de los romanos.
No en vano todo lo relacionado con la corrupción parece habernos sido legado por Roma, y más en concreto por la época imperial en la que el clientelismo y el favoritismo, o lo que es lo mismo, el tráfico de influencias y de favores eran moneda corriente en el ejercicio de la cosa pública. Un periodo en el que reinaba la extorsión y la mordida desde los más simples funcionarios hasta el emperador. Tanto era así que sólo las familias ricas podían acceder a cargos municipales o senatoriales, porque dichos cargos eran muy costosos. Pero pagaban con gusto, porque consideraban que un hombre que no hubiese participado en el gobierno público, por más rico que fuese, eran un don nadie. La función pública, que siempre duraba un año y otorgaba un título de por vida, era considerada como la consagración de un hombre libre, como “la realización de un hombre digno de tal nombre”. ¿Qué y a quién pagaban por el cargo? No era tanto el acceder a uno de estos cargos municipales sino las ofrendas que debían hacérsele al pueblo que votaba, sediento de diversiones y de lujo. Para acceder a los cargos públicos las familias ricas mandaban a construir edificios públicos, o hacían grandes fiestas populares, costeados de su propio bolsillo. Esta "institución" se llamaba euergetismo y consistía en que un hombre rico, un mecenas, por el simple hecho de donar parte de su riqueza al tesoro de la ciudad o por financiar la construcción de un anfiteatro, era considerado y designado patrono de la ciudad, o padre, o “bienhechor magnífico y espontáneo”.
Así pues, y a la vista de la obstinación con la que en determinadas localidades o regiones de España buena parte de su población sigue depositando su confianza en políticos corruptos de los que todo el mundo tiene constancia de sus fechorías, pero que al mismo tiempo gustan de complacer a sus electores con todo tipo de medidas populistas como "la construcción de algún edificio, o para realizar banquetes, o para financiar espectáculos: teatros, carreras, luchas, o incluso para financiar los gastos de la ciudad, baños públicos, reparaciones de acueductos, etc", hay que convenir como poco que cuán arraigada y duradera es la impronta romana, siquiera en España en muchos, miles, millones incluso, de nuestros conciudadanos.
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