jueves, 28 de abril de 2011
CON LA MUERTE EN LOS TALONES
Dicen que dinero llama a dinero, pues a ver si va a funcionar también con otras cosas. Como la muerte, que andaba yo estaba mañana de camino al cole del mayor pensando en la susodicha por cosas de la pura ficción, y de repente, en un semáforo, que me planto detrás de un urbano con un anuncio a todo color de un tanatorio muy conocido de Oviedo. Claro que pregunto yo, ¿qué fulano o fulana se plantea utilizar los servicios de semejante negocio con tanta antelación después de verlo anunciado en la parte trasera de un urbano?; ¡venga, tomo nota por si acaso, para cuando la palme la abuela Anselma que lleva un tiempo muy pachucha la pobre, que de sabios es prevenir.
Pues que he tenido que ir casi todo el trayecto de casa al cole detrás del anuncio de marras; un mal fario. Y ya luego a la vuelta, cuando ya me había olvidado del tanatorio de las narices, que volvía a darle vueltas a mis muertes de ficción; pues que de repente entro en la rotonda para girar a la Avenida General Elorza y me pongo justo detrás un coche fúnebre; para echarse a temblar. Y así, con tan lúgubre compañía, que me llegado al garaje, me ido a tomar mi café, y joder, joder, qué día, que justo me tocaban hoy al lado unas viejas, habituales por otra parte, que han empezado a darle al palique a cuenta de sus achaques, y en una de esas, yo ya enfrascado en el recuento de muertos de Libia, Siria, Yemen y compañía, que va uno de ellas y le da por confesar, casi que a los cuatro vientos, que se iba a echar un pitillo a la calle, ya que para lo que le había dicho el médico que le quedaba de vida tampoco se iba ahora a preocuparse por la salud, que además ya había vivido lo suyo, que si una posguerra, un matrimonio, tres hijos, toda la vida trabajando como una burra y ya a la jubilación una larga recua de achaques como recompensa, y mejor no hablamos de la pensión.
En ese momento, yo, que si no fuera un egocéntrico rematado debería haber pensado en mi madre para llamarla con el fin de mandarle un beso, he empezado a pensar en la muerte, sí, pero en la mía. Y es que servidor ya ha franqueado la línea vital en la que cualquier persona con dos dedos de frente tiene que dejarse de tonterías, de vivir la vida loca y tal, y ponerse a reflexionar sobre lo que le queda en este mundo. Como que ayer durante la comida me tragué un viejo monólogo de Emilio Aragón en el que hablaba de los cambios que experimentamos los cuarentones al llegar a tan funesta edad. Todo cambia, las grasas empiezan a acumularse por todas partes con espíritu de fósiles, la piel se convierte por zonas en pellejo, el pelo se va a tomar directamente por culo, y la energía de antaño, ay, la energía, ríete del escape ese de Fukushima, por no hablar de la larga lista de nombres impronunciables de fármacos que también empiezas a memorizar, que con cuarenta las resacas se parecen cada vez más a un parto y no precisamente sin dolor.
Es el acabose, lento y largo pero aún así, no nos engañemos, se trata del descenso ineludible hacia el abismo de la existencia. Luego ya te queda el consuelo de pensar que tampoco es para tanto, peor lo tendrán que pasar los que te preceden, pobres abuelicos. Si bien crees que pasada ya cierta edad a la mayoría se la debe repampiflar, un día más en este mundo, pues qué bien, vaya novedad, ¿algo nuevo bajo el sol? También buscas consuelo en tu árbol genealógico más cercano. De puta madre, un repentino rayo de optimismo te alumbra el sentido cuando recuerdas que la mayoría de los tuyos fueron o son más bien longevos y no precisamente abonados a la ruleta rusa de las enfermedades genéticas. Claro que el rayo ese de los cojones se difumina de inmediato cuando recuerdas los que fallecieron de improviso, jóvenes o sin motivo aparente. Entonces el canguelo ya es inevitable. Si de una estirpe de potenciales nonagenarios siempre hay dos o tres que la cascan antes incluso de la cincuentena, ¿quién me dice que yo no voy a ser uno de ellos? En ese momento puede que alguien te recuerde que el tío tal o el primo cual le daban al frasco y a la nicotina que era una maravilla, que en el caso de algunos no haberla palmado habría sido objeto de I+D+i. Claro que de otros ni se sabe por qué nos abandonaron tan pronto, que siempre hay una vena, una válvula, un corazón roto o lo que sea que de repente se jode y a tomar por culo al otro barrio.
Y tampoco ayuda mucho distraerse con otras cosas, que pones la música y al rato te das cuenta que el rockero/bluesero ese que tanto admirabas la palmó no hace mucho en su habitación de hotel de Torremolinos sin que se sepa por qué, apenas alcanzada la cincuentena. Y lo mismo te sucede con el cine o los libros; la mayoría de los actores, músicos o escritores que te gustan, aquellos con los que has crecido, que te han formado o sólo divertido, están todos bajo tierra. No se te va a poner mal cuerpo ni nada, qué decir si además recuerdas que apenas hace unos días también la jiñó de improviso un director de cine de cuarenta años que se fue al sobre a dormir y ya no se levantó. El pobre apenas tuvo tiempo en su vida para ser otra cosa que un director novel, menuda... Así que en seguida te dices: ¿dónde está esa obra genial con la que querías pasar a la posteridad para por lo menos dejar algo detrás de ti que no sean sólo deudas? Pues eso, menos dar la murga con la morgue y al tajo por si acaso...
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