viernes, 30 de agosto de 2013

PARAÍSOS




Pienso en mis amigos, en los que de una u otra manera componen eso que llamamos cuadrilla y que viene a ser el vínculo entre personas que han crecido juntos, han pasado por mil y una experiencias juntos, siempre han estado ahí y por ello establecido fuertes y hasta indisolubles lazos de afecto y lealtad que con el tiempo incluso se han extendido a sus parejas, y la verdad es que tengo que reconocer que en cuestiones de ideología e incluso de ver la vida cada uno somos de nuestro padre y nuestra madres, esto es, que así a grandes rasgos comparto tantas ideas con ellos como disiento en otras tantas. Dicho de otra manera, que entre mis amigos hay de todo, gente que vota nacionalismo moderado y hasta que milita en él, otros a los que no son tan moderados, si bien siempre según a quién y en qué momento, alguna que otra al PSOE, puede que haya algún simpatizante de EB o de UPD, y ya puestos, por tener, incluso tenemos una que confiesa hacerlo al PP y que a la que, mira tú por dónde, considero mi mejor amiga sin que las broncas por esto o lo otro hayan hecho merma alguna en el cariño que la profeso, estaría bueno. Yo también tengo mis inclinaciones, no voy a tenerlas cuando has nacido y crecido en un sitio y una época en los que la política lo contaminaba todo, absolutamente todo, eterno país de banderías y trincheras. Claro que sí, siempre las he tenido, unas veces más hacia un lado, otras hacia el otro, ahora vete a saber, exceptuando unos pocos principios para ir tirando por la vida y muchas dudas, demasiadas, si bien no sé si me he curado ya de una vieja sordera por una cuestión exclusivamente nostálgica o sentimental.

Pues bien, esto no tiene mérito alguno porque no es sino la consecuencia natural de lo que apuntaba antes, gente que ha nacido y crecido junta en un mismo lugar, que ha compartido un entorno y no pocos momentos. Ni siquiera somos originales en eso, qué coño, más bien diría que es la norma, lo lógico, al menos entre las cuadrillas de las grandes ciudades de mi país. Por eso no concibo aquellos que rechazan al prójimo por su manera de pensar, que prefieren rodearse de gente de su mismo credo antes que por gente simple y llanamente buena, y ya puestos a pedir, sobre todo divertida, que te haga reír, que lo haga contigo, que llene tu vida con buenos momentos y viceversa. He conocido unos cuantos de éstos, si bien el caso más particular fue uno que apareció un día en nuestro cuadrilla de la mano de un miembro de ésta y fue hacerlo y no parar de joder la marrana desde el momento uno. Hablo de un sindicalista e izquierdista de pro, de los convencidos (y aquí ya matizo de entrada, para aquellos que acostumbran a tener problemas con los matices, son como los daltónicos, que lo de sindicalista no entraña en sí nada peyorativo, descriptivo y punto, vamos, como si hubiera sido miembro del Movimiento de los Últimos Días o cualquier otra pedrada por el estilo), esto es, convencido de ser dueño de la única verdad revelada y por ello también de que aquellos que no la compartían, aceptaban o simplemente se plegaban a ella, no sólo es que estuvieran equivocados, sino que poco más que no lo hacían por maldad o estupidez intrínsecas, no podía ser de otra manera; había que reeducarlos. 

Pues bien, el señor se encargó de extender el mal rollo entre los miembros de la cuadrilla desde el primer día a cuenta de mira lo qué dice ese, cómo puede pensar eso y todo en ese plan. Más aún, teníamos previsto un viaje a Cuba del que al final se rajaron casi todos por diferentes razones menos servidor y el interfecto. Pues allí estuvimos, en lo que para mí era un destino turístico y para él lo más parecido a una peregrinación a Tierra Santa. Y claro, el chaval no cabía de gozo de poder ver con sus propios ojos en qué consistía eso del paraíso socialista con el que había soñado toda su vida. De modo que casi me excuso ya de explicar la tremenda chapa a la que me sometió el compañero sindicalista. Lo curioso es que a medida que pasaban los días y discutíamos más a causa de las “peculiaridades” del paraíso en cuestión; por mi parte esa sensación continua y desazonadora de falta de libertad con la que muchos cubanos parecían conducirse en su trato con los extranjeros, ese miedo permanente a ser visto en tal o cual sensación o lugar, más de un agravio comparativo entre los de dentro y los de fuera de la lista como consecuencia de las ocurrencias de politburó de turno para hacer frente a lo que entonces se llamaba “Periodo Especial”, esto es, a las dificultades para sacar adelante un país que había subvencionado su versión del socialista hasta la caída del Muro gracias a la generosidad de la ya extinta Unión Soviética y similares. Eso por mi parte, por la suya que si la libertad y la dignidad del pueblo cubano como tal, que si el enemigo americano y su bloqueo, que si la supeditación de lo individual a lo colectivo, que si aquí queda tu presencia, Comandante Ché Guevara, esto último tarareado casi que a todas horas y hasta en la misma Plaza de la Revolución bajo la propia y gigantesca efigie del comandante en cuestión sobre la fachada del Ministerio de Economía del que fue titular, asunto que daría para mucho, pero que para mucha zafra con el Ché machete en mano dado ejemplo, faltaría más. 

El caso es que hubo momentos en los que yo llegué a alucinar en colores con el sujeto y su capacidad para adaptar la realidad de lo que estaba delante de sus ojos a su propio ideario político. Una de ellas durante la comida con uno parientes s de una de mis tías. El padre médico y la mujer funcionaria eran lo más parecido a una clase media cubana, la hija un criollita preciosa a la que acompañaba su novio y compañero de carrera, allí ya apunto que quién más, quién menos, todos estudian para ingenieros… Pues bien, yo no sé si el camarada sindicalista se enteraba de lo que hablaban en la mesa –aquí subrayo que los cubanos, con lo que ya está todo dicho acerca de quiénes hablaban y quienes no…-. El padre y doctor contaba anécdotas de su experiencia en Angola, una de tantas “misiones revolucionarias” que emprendió el gobierno de Castro como mero peón de los intereses soviéticos encima del tablero de ajedrez de la Guerra Fría. Y no lo contaba precisamente como un disidente en potencia, ni mucho menos, era médico gracias a la Revolución en la que seguía creyendo y por ello también decía poder permitirse ser crítico en grado sumo con los dirigentes de entonces. Y eso el padre que era adepto, porque la mujer y la hija con su novio no pararon de despotricar contra el régimen y sus arbitrariedades o sin sentidos, su falta de libertad y de horizontes, amén de contar toda una retahíla de anécdotas de su peculiar manera de “resolver”, como dicen “allá”, el día a día y en el que la picaresca, cómo no, es la principal protagonista. Pues bien, de todo lo hablado por ellos durante la comida el camarada sindicalista sólo sacó en claro que el Ché era la persona maravillosa en la que siempre había creído y que el resto, los actuales –siquiera de entonces- jerarcas comunistas poco más que una casta de chupópteros privilegiados que habían pervertido y traicionado los principios socialistas que el argentino había ayudado a establecer en la isla con forma de lagarto. No se fue poco contento ni nada el chaval con su monedita de cien pesos con el careto del Ché y dos libros que nos regaló el padre a cada uno escrito por el comandante, “Con la adarga al brazo”; no he conseguido llegar ni a la mitad, me entran ganas de tirarme a una balsa en mitad del Cantábrico

Pues bien, qué le iba a hacer yo si el camarada quería obviar que el Ché había sido precisamente el máximo exponente de esa arbitrariedad e improvisación que aquejaba al régimen desde sus principios, motivo por el que además, pocos lo niegan ya, el comandante Castro poco más que le invitó a abandonar el ministerio de economía y le animó a que se fuera a extender la revolución al Congo Belga, literalmente. Pero claro, es que si hablamos de contradicciones … pues oye, no quedaba muy bien empeñarse en invitar a la hija de nuestros anfitriones y a su novio a un daikiri en el famoso Floridita cuando el precio de uno de ellos en dólares era el equivalente al sueldo medio de un cubano en pesos. O ese otro empeño de querer subirse toda costa a la habitación del hotel a dos compañeras cubanas para rubricar vete a saber qué acto de solidaridad revolucionario sobre la cama aprovechando el privilegio de todo turista extranjero de poder pagar con dólares en las tiendas especiales para ellos productos que a un cubano le costaría también más de un sueldo. Y aún así, erre que erre con lo del paraíso socialista. Qué haces cuando no paran de darte la murga con el monotema. Otros no sé, puede que tiren de recortada o algo parecido, yo recurro al sarcasmo, a la coña marinera. Y de ese modo, si bien ya estaba hasta los cataplines del comandante turista, creo que el día de nuestra fractura definitiva como pareja de viaje no fue otro que aquel día por las calles de Santiago, cuando a la vista de un tremendo cartel con la leyenda “Avanzando hacia la Victoria Final”, justo en ese momento paso una destartalada furgoneta por delante rebosando de cubanos. En buena hora se me ocurrió comentar en voz alta “¡juntos y apelotonados!” No me lo perdonó, ni eso ni las veces que le advertía de haberse olvidado el póster del Che Guevara que llevaba a todas partes como el souvenir más preciado de cuantos pudo comprar gracias a nuestros dólares imperialistas. Pero claro, es que tampoco yo perdono ciertas cosas, y entre ellas que el personaje en cuestión se hubiera dedicado durante los primeros días de nuestro viaje, yo incluso diría que nada más sentarnos en el avión, aprovechando esa inevitable y en este caso sumamente molesta intimidad de los que viajan juntos, a poner a bajar de un burro a miembros de mi cuadrilla, esto es, a hablar mal de mis amigos porque éste votaba una cosa y la otra pensaba otra, a criticar cualquier aspecto de la vida de esto como si alguien le hubiera designado a él juez supremo o algo por el estilo. Y como además no era permeable a crítica o advertencia alguna, este tipo de gente no suele serlo, que no asimilaba ideas tan básicas como la de que cada uno es muy libre de pensar o hacer lo que le dé la gana y yo no juzgo a las personas por lo que piensas sino por lo que hacen y sobre todo por cómo se comportan conmigo. Pues lo que digo, erre que erre en su afán de juzgar a todo Cristo que no compartía su mismo rasero. Un suplicio del que yo me resarcía con su correspondiente dosis de pullas, por lo que no es de extrañar que antes incluso de coger el avión de vuelta estuviéramos a punto de llegar a las manos porque hay personas que sólo saben recurrir a ellas cuando ya se han quedado sin eslóganes o lugares comunes, cuando ya no les queda más en la cartilla en la que llevan apuntado lo que es correcto y lo que no según dicta su propio credo. 

Desde entonces creo estar ya vacunado de los tipos que van por la vida imponiendo la suya a los demás, haciendo caso omiso de ese dicho bíblico –y aquí al decirlo el sujeto en cuestión seguro que ya me habría reprochado la cita con la monserga esa del opio del pueblo y bla, bla, a mí que ni soy creyente ni nada por el estilo- del “no juzgues y no serás juzgado”, los que necesitan estar rodeados de gente que piensa como ellos para poder sentirse a gusto o puede que sólo seguros, gente que si pudiera llegado el caso no dudaría en mandarte a un campo de reeducación, esto es, a su gulag particular, para joderte por no pensar como él, sólo por eso. 

¿Y a qué vienen tantos párrafos? Pues mira, no lo sé, pero ha sido conocer la noticia de que el patético timonel norcoreano había mandado fusilar a su antigua amante y venirme a la cabeza la idea de que seguro, seguro que hay alguien que, lejos de ver en ello un puro y simple acto típico de un tirano, intentaría convencerme de que no, cosas dices, alienado estás, intoxicado por los perversos medios occidentales que dicen lo que quiere el Capital que creamos, que Corea del Norte es una dictadura comunista en manos de un líder grotesco en lugar del último y más puro bastión del mundo verdaderamente libre y todavía más justo e igualitario. Y conste que el que subscribe esto sobre los paraísos socialistas en cuestión no es precisamente un cachorro de oligarquía alguna, sino más bien el nieto por parte materna de un comunista de los que decían de la alpargata, capataz toda su vida de una conocida bodega jarrera y que no renunció nunca a su carné del partido, alguien que salvó la vida durante la guerra gracias a un cuñado y jerarca carlista de su pueblo mientras dejaba atrás en la cárcel y en la cuneta a sus dos hermanos, alguien del que siempre me cuenta mi madre que la única vez que le puso la mano encima, la única que le soltó una hostia de esas que decimos bien dadas, fue por haberle replicado a su vuelta de Venezuela que la Unión Soviética no era el paraíso socialista en el que él creía sino más bien una cárcel a gran escala, que era lo que le habían contado a ella en Caracas las compañeras de trabajo que habían podido huir de sus respectivos paraísos socialistas.

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