Anda que no me he acordado poco ni nada del amigo Josema Azpeitia durante estas últimas semanas de menú en la cafetería de hospital o curioseando el catering para los pacientes en varios hospitales. Tanto como de la polémica del año pasado en el comedor escolar de mis hijos, con denuncias de la asociación de padres de por medio y en los medios, tanto por la ínfima, por no decir criminal, calidad de la comida como por la muy sospechosa coincidencia de que uno de los dueños de la empresa de catering que había contratado el ayuntamiento fuera también... sí, sí, no falla, marca España en vena, un concejal del PP que regenta la alcaldía.
Que digo que me acordaba de Josema porque durante esas tristes y precipitadas colaciones en compañía de mi madre he tenido mucho tiempo para reflexionar, sobre todo mientras ponía cara de escuchar el monólogo interminable de mi progenitora a cuenta de cualquier pijada -sí, soy un hijo desnaturalizado, ¿qué pasa?- sobre el oficio de crítico gastronómico. Que sí, que lo de levantar acta de las excelencias de tal o cual restaurante de postín, escribir la crónica del día de la morcilla de Beasain o del tomate de Tudela, formar parte del jurado de concursos de pinchos como el nacional de Euskal Herria, la semana del pincho de Pamplona-Iruñea e incluso el concurso de pinchos de fin de semana de Labastida, y siempre con el único fin de que la gente tome nota, está pero que muy bien, aún por modesto y meramente lúdico o así un gran servicio a la humanidad. Pero, ¿qué pasa con la información referente a la multitud de comedores escolares, de hospital, centros penitenciarios y por el estilo? ¿Quién se encarga de prevenir al consumidor acerca de la calidad de la multitud de servicios de catering que ponen en riesgo nuestra salud y nos quitan la confianza en el género humano desde el punto de vista exclusivamente gastronómico? Porque claro que es duro, o al menos acaba haciéndose por pura rutina o hartazgo, tener que probar todas y cada una de las últimas creaciones gastronómicas de los chefs más reputados del país o los pinchos más rebuscados y sorprendentes de las barras de todos los cascos viejos, ensanches y extrarradios de nuestros pueblos y ciudades. No lo niego; pero, no alcanzo a comprender por qué la crítica gastronómica desatiende ese otro extremo del oficio que sería la hostelería de rancho. Quiero decir, por qué no existen ya publicaciones especializadas que informen de qué comedores tienen el pescado congelado más insípido, irreconocible y chicloso junto con la salsa con el color más repulsivo y sospechoso que se pueda imaginar, cuáles suministran la carne más parecida a una suela de zapato que se puede encontrar en el mercado, cuáles escatiman más en aquellos platos que anuncian (porrusalda: ni puerro, ni patata, sólo caldo...), quién sala más la comida hasta el punto de poner en peligro la salud de los hipertensos como un servidor (el sábado pasado no me caí a la ría de puro milagro del mareo que tenía después de zamparme un arroz bañado en sal...), cuáles tienen la verdura congelada más dura y desaborida que se puede llevar uno a la boca (aquí habría que hacer especial hincapié en los guisantes...), la pasta más pasada, la tortilla con menos huevos, los fritos más grasientos, o cuáles elaboran los postres menos apetecibles que uno se puedan mostrar al público.
Que bien, que sí, que lo otro mola más, es más glamuroso, se lleva mejor, el público lo agradece, sobre todo en un país en el que las revistas y libros de cocina son lo más parecido a la pornografía sin remordimientos que tenemos a mano; pero, del mismo modo que esa crítica gastronómica de excelencias aparece en la prensa dentro de la categoría de ocio, e incluso de arte y cultura si nos ponemos exquisitos, esta otra a la que yo me refiero debería ir directamente a la de salud o crónica negra, esto es, verdadera información de interés social, si me apuran hasta periodismo de riesgo, de guerra incluso.