sábado, 3 de enero de 2015

BANDERIZOS



"No es lo mismo vivir en Nueva York o Madrid que en Pamplona, o en un pueblo, grande o pequeño, y no por fuerza de Navarra, donde todos saben a quién tienen de vecino. El viejo mundo banderizo asoma por cualquier esquina, como si lo lleváramos en la sangre. Nos sentimos agredidos por la expresión de ideas ajenas y reaccionamos de forma poca apacible o con burla o con el desprecio altivo. Estamos hablando de ideas, no de acciones violentas, injustas y abusivas. ¿Qué es lo que nos separa? ¿El pasado o el presente? ¿La historia el vivir de cada día, nuestros afanes sociales, políticos, vitales? ¿Por qué están guiados estos?
A LA SOMBRA DEL ESCARMIENTO - Miguel Sánchez-Ostiz



"El viejo mundo banderizo asoma por cualquier esquina", sí, algo parecido me rondaba por la cabeza hace unos días tras varias semanas en Vitoria. En Oviedo donde vivo desde hace más de diez años, si bien vuelvo a mi tierra cada tres semanas y paso largas temporadas durante el resto del año, apenas llego a percibir ese encono en las relaciones que dicen caracterizar la convivencia española, esto es, ese guerracivilismo latente y eterno que emponzoña las relaciones sociales por culpa de la política, siquiera sólo por las diferentes concepciones de la sociedad y el mundo de cada cual. Claro que hay diferencias y tensiones, cómo no va a haberlas en una región con un pasado tan convulso como el asturiano; pero, aún así, todo me parece mucho más templado, menos a flor de piel, siquiera en comparación con lo que se percibe a diario en cualquier punto de eso que se llama País Vasco-Navarro para procurar no herir demasiadas susceptibilidades (y que ya da idea de por dónde van los tiros). No sé, tampoco puedo opinar con excesivo conocimiento de causa porque yo en Asturias vivo como quien dice enclaustrado entre mi habitación con el ordenador, mis asuntos del día a día y los ineludibles y siempre agradables compromisos con mi familia política. Eso y que apenas hago vida social, descontando a un par de personas que he conocido en el colegio de mis hijos no conozco a nadie más que la estrictamente necesaria o inevitable en el trato diario. No me quejo, más bien todo lo contrario, me encanta ese sentirme como al margen de donde vivo, haciendo vida de puertas adentro, paseando por una ciudad en la que sé que no voy a tener más encuentros y sobre todo desencuentros que aquellos que le surjan a mi pareja asturiana. Para la vida social, si bien ésta también la procuro limitar lo máximo posible a la familia directa y los amigos íntimos, ya tengo los fines de semana y las temporadas que paso en el terruño. Es ahí, aquí, donde, como durante estas últimas semanas y por motivos que no vienen al caso, no tardo en percibir eso de lo que habla Miguel Sánchez-Ostiz, ese espíritu banderizo que nos caracteriza, que aparece a la primera de cambio, por cualquier nadería, en cuanto tropiezas con un conocido o conoces a alguien por primera vez. Y no, no estamos hablando de constatar que no estamos solos en el mundo y que, ¡oh, Dios mío, qué horror, cómo puede ser posible!, hay gente que piensa diferente de nosotros. No, eso se da por sentado, el problema es cómo reaccionamos ante esa obviedad. Y lo hacemos como banderizos, sí, sí, enseguida surge el ceño fruncido cuando descubres que el que tienes delante no comparte tu credo, no ve las cosas como tú, no es de los tuyos. Y de ese descubrimiento surge el desprecio, la condescendencia, el mirar al otro por encima del hombro para no tener que mirarlo a la cara, reconocerlo como a un igual, para mirarlo como alguien que estuviera de sobra en tu vida. Surge un malestar, el de saberte delante no ya de una persona, ni siquiera un adversario, sino del enemigo, tu enemigo, ese al que achacas de inmediatos todas las culpas y males de lo que han sufrido o sufren los tuyos. Es algo instintivo, algo horroroso, primitivo incluso, yo no lo puedo evitar, siquiera en un primer momento, antes de poder recapacitar y llegar a conclusiones como las que ocupan esta entrada, poco importa que durante mucho tiempo, y de palabra, escrito y a veces hasta..., haya estado como quien dice a hostias con los que yo sé que son los míos porque he crecido entre ellos, contras ellos y sus cosas me he revuelto y a pesar de todo, los quiero y reconozco más afines de lo que hasta hace poco nunca me hubiera atrevido a aceptar. Poco importa aunque hayas subliminado ese sentimiento de rechazo hacia el otro, lo hayas intelectualizado y asumido lo erróneo del mismo, aunque hayas aprendido a aceptar e incluso a entender al otro. Poco importa porque dependiendo de la coyuntura o la persona, hay veces que es imposible eludir tu yo banderizo cuando el que tienes delante se te hace realmente insoportable, cuando te recuerda todo lo que más te desagrada, incluso lo que más odias, cuando llegas a la conclusión de que con ese cualquier tipo de convivencia es imposible porque llegando la ocasión no dudaría en acabar con todo lo que crees que has conseguido tras la larga lucha de los tuyos o a lo que te crees con derecho porque piensas que es de justicia y en ese plan. En realidad el problema es que se concibe la vida en sociedad como una cuestión de mero equilibrio de fuerzas, una eterna partida de mus en la que las circunstancias del momento condicionan la actitud de cada bando hacia el otro, y eso porque ya no están los tiempos para tirarse al camino a matar oñacinos, agramonteses, afrancesados, “beltzas” o viceversa, que estamos en el XXI, leñe. Pero el poso ese de la sociedad de bandos, de los míos y los tuyos, del conmigo o contra mí, del mis muertos o tus muertos, del todo negro o blanco, ahí sigue coleando entre nosotros a pesar del deseo unánimamente proclamado de querer pasar página. Qué coño vamos a pasar página de lo de hace cuatro telediarios cuando todavía no lo hemos hecho con lo de nuestros abuelos y los hay que hasta se remontan a las guerras carlistas para justificar vete a saber qué paranoia, cuando somos incapaces del ejercicio intelectual o simplemente humano de aparcar el credo o las cuentas pendientes de cada bando para hablar de valores que están por encima de todos, universales, valores como los de que todos los crímenes son execrables independientemente de la mano del que los cometió o del tiempo transcurrido, cuando somos incapaces de asumir que lo de las verdades inmutables de cada cual poco o nada, como mucho para justificar la adhesión ciega a la causa de cada cual y para de contar, al resto le importa un pito y hace bien, ni va con ellos ni debería. En fin, y entretanto, y, repito, como no son tiempos de ponerse la cota de malla o echarse la carabina al hombro al primer contratiempo con el vecino del otro bando, pues nos conformamos con eso de lo que habla MSO, la burla, el desprecio, el encono mejor o peor disimulado, algo que creemos inofensivo, pero no, es precisamente esa actitud lo que genera este clima de violencia larvada, de intransigencia a flor de piel, que se respira en el “paisito” a la menor de cambio y que, me temo, puede que los que viven de continuo en él no se den cuenta, o sí, muchos sí, me consta, pero que viniendo de fuera cada cierto tiempo resulta algo más que evidente, enfermizo. De hecho, en cuanto pasas un par de días, y como no estés al loro, te ves de nuevo en las mismas de cuando vivías de continuo, mirando al otro a través de los colores de tu bando, mirando al otro con desdén y rabia porque consideras que su sola presencia en la misma tierra por la que tu pisas es una afrenta en toda regla.

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