Después de dos dían yendo a Bilbo a las seis y pico de la mañana, el
lunes con una niebla espesa como una novela de Thomas Mann hasta pasado
el valle de Zuia y ayer con avería incluida, salir hoy de casa ya de día
y con un sol precioso en el horizonte no tiene precio. Luego está lo de
llevar de copiloto a tu madre, una mujer que no para de rajar desde que
se sienta en el coche hasta que se baja y más allá, que lo hace sin
puntos aparte, o lo que es lo mismo, hilando un tema con
otro sin interrupción, mezclando observaciones intrascendentes sobre el
tiempo y el paisaje con anécdotas de cuando eras chico y te llevaban
los domingos tomar el aperitivo a Murguia, que sí, hijo, cómo no te vas a
acordar, tienes que acordarte, tooodos los domingos cuando eras
pequeño, bueno, casi todos, algunos, pocos..., anécdotas de gente que
hace siglos que no ves o de la que no has oído hablar en tu vida,
incluso de la que no te interesa saber nada, con sus cuitas domésticas,
esas que sólo le interesan a ella, que debería pensarlas para sus
adentros y deja ya de joder con lo de que hay que cambiar las cortinas
de casa o que a ver si convezco a tu padre cuando salga de ésta para
cambiar el sofá de casa. Pues bien, ha sido llegar a la altura del
Parque del Gorbea, el sol resplandeciendo en la lejanía sobre los montes
y el manto forestal que los cubre, y mi madre que sólo se le ocurre
decir ante tan bucólica estampa, de foto para el Eguraldia y tal del
Teleberri: "¡qué limpio y ordenado está todo, da gusto...!"
Anodado es decir poco...
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