Iba yo esta mañana por la carretera pensando en mis cosas, esto es, chorradas a porrillo, cuando de repente se me ha ocurrido que esto de la señalización viaria es algo así como una metáfora de la sociedad, la política, el mercado o lo que quieran. Por un lado tenemos las carreteras tal cual, sin señal alguna que regule el tráfico, a la antigua, con lo que es de temer que si eso fuera en nuestro días prevalecería la ley del más fuerte, esto es, la de los trolebuses, camiones blindados, hormigoneras, volquetes y acaso algún que otro 4&4 molón. Pero, afortunadamente, y para evitar que los más grandes y abusones impongan su ley en la carretera, las diferentes administraciones tienen a bien regular el tráfico ya sea estableciendo la dirección única de cada carril, limitando la velocidad o indicando los cambios de dirección y por el estilo. Todos los conductores agradecemos y necesitamos esa señalización porque de no existir el tráfico sería el caos al que nos referíamos antes. Ahora bien, llega un momento en el que las mismas administraciones que regulan el tráfico parecen no tener suficiente con evitar ese caos con el fin de que cada vez que salgamos a la carretera eso no se convierta en una secuela Mad Max. No, llega un momento en el que el político o funcionario al mando decide que hay que dar un paso más allá en eso de regular el tráfico, que ya puestos por qué no imponer tal o cual norma o restricción al conductor por su bien, siempre y sólo por su bien, la mayoría de la veces para dar preferencia a unos vehículos sobre otros, acaso también con la ecológica excusa de mejorar el entorno por el que se conduce o por potenciar el hábito de darle a los pedales en detrimento de los óxidos, monóxidos y dióxidos carbónicos. Pues bien, en eso iba pensando cuando salía de Bilbao, de cómo ese pujo de nuestros actuales gobernantes por ser siempre algo más que meros administradores de lo común, por lo general algo así como nuestros tutores espirituales y por el estilo, se refleja a la perfección en la señalización vial de las ciudades. Pero claro, eso ha sido saliendo de Bilbao, porque cuando he llegado a Vitoria y me he encontrado con una estampa como la que aparece en la foto, juro que he empezado a tener alucinaciones en las que todo me remitía al famoso 1984 de Owell.
Claro que no hay cuidado, por mucha señal que coloquen o dibujen sobre el pavimento, siempre habrá algún espíritu indómito que decida ponerse el mundo por montera y pasarse por el forro de los cojones todas las normas que hagan falta. Como ese figura al que he cedido el paso en un semáforo cuando él salía del cutre aparcamiento que tiene el personal médico del hospital de Basurto, el cual no sólo no me ha agradecido el detalle con un mísero gesto manual o como fuera, sino que además ha sido incorporarse a la carretera, adelantar por la derecha un par de coches, meter zapatilla y saltarse uno, dos, tres... no sé cuántos semáforos en rojo. Hecho que podría haber sido motivo de sobra para ahondar en la susodicha metáfora a cuenta de aquellos que acostumbran a hacer de su capa un sayo con todo tipo de normas o prohibiciones mientras los demás asistimos atónitos al espectáculo esperando a que cambie el color del semáforo para poder seguir nuestro camino; pero claro, viniendo de Vitoria, y siquiera ya sólo por hacer bueno el tópico al uso en mi ciudad cada vez que alguien comete una infracción al volante, conduce o aparca donde le viene en gana, no he podido evitar que se me escapara un vitorianísimo: “¡será bilbaino el tío, mira cómo conduce!”
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