Después de comer mis padres se van a la cama y yo me quedo a solas en el
salón. Pero como la casa se me cae encima sin mi pareja y sin mis
hijos, lo único que se me ocurre es tirarme al monte. Ya fuera hace una
tarde desapacible, rara; no hace el frío que uno esperaría a principios
de enero, pero tampoco brilla el sol en las alturas, amén, más bien se
alternan los claros con unos nubarrones que amenazan con joder la tarde.
Con todo, resulta una gozada caminar por el monte en invierno
un domingo a la tarde. Por un momento llegas a creer que estás solo con
la única compañía de algún pájaro que trina en la lejanía y el arrullo
del los regatos que bajan embravecidos como en ninguna otra época del
año. Eso hasta que de repente siento el aliento de un ser vivo a mis
espaldas. Me asusto porque no sé si es una alimaña o un tarado de los
que tanto abundan de un tiempo a esta parte. Pero no, es un chaval en
mallas y botellín de agua en el bolsillo que va hecho una bala hacia el
barranco de Eskibel y que me alcanza justo al llegar a la explanada que
hay cerca de las llamadas Ventanas de Ogabe donde hace décadas
instalaron una plataforma petrolífera para hacer prospecciones y a la
que tengo oído que piensan volver a meterle mano con la mandanga esa del
fracking. Pero bueno, un sobresalto que queda en un “epa” y cada cual a
su ritmo. Peor ha sido después a la vuelta al cruzarme con un abuelo
con txapela y vestido como para ir a comprar el pan, cuando me da las
buenas tardes todo ufano él y al ir a devolvérselas no sé qué ha salido
de mi boca, algo que debía parecer urdú, wolof o por el estilo, sofocado
como iba ya cuesta abajo. En fin, luego cansado de tanto arrullo y
soledad dominguera decido ponerme los cascos y buscar una emisora con
música aceptable en la radio del móvil. Consigo sintonizar una sonata
preciosa de Brahms con violonchelo, no está mal para el tramo que me
queda hasta casa, no señor; pero, vaya por Dios, resulta que cuando voy a
meterme el móvil en uno de los bolsillos de la chamarra, el dial se
vuelve loco y me aparece de repente una de esas pachangas de moda que
suelen berrear señoritas ligeras en ropa y todavía más de talento. No
veas el cabreo que me he cogido, como si me hubieran mentado a la madre o
algo parecido, que me han entrado ganas de desbrozar el monte a hostias
y así. Pero bueno, en seguida he llegado al pueblo y ya me he templado
un poco, siquiera por el frío. También he pasado delante del parque
donde hace unos días jugaba con mis monstruos y, sensiblero que es uno,
casi se me escapa una lagrimica y todo; o no, igual ha sido un suspiro
de alivio, no estoy muy seguro.
lunes, 5 de enero de 2015
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