domingo, 11 de septiembre de 2011

PRAIA DAS CATEDRAIS




Sábado y tercer día del puente que dedicamos a acercarnos como todos los años hasta la playa de As Catedrais o de Las Catedrales. Como servidor ya escribió en su momento sobre esta playa tan particular, sobre las maravillosas formaciones en forma de grutas de decenas de metros, pasillos de arena entre bloques de roca y otras curiosidades como los arcos que recuerdan los arbotantes de las iglesias y catedrales que le dan el nombre, y también sobre el hecho curioso de que, debido al atractivo de estos caprichos rocosos de la naturaleza, ésta sea una playa más frecuentada por peatones cámara en mano que por bañistas, me voy a ahorrar una descripción más sucinta de la susodicha.

El caso es que ayer amenazaba lluvia tras dos días de sol refulgente, nada nuevo por estos pagos, así que aprovechamos para recorrer la pasarela de madera que bordea los acantilados de la playa hasta el municipio de Barrientos. Luego ya bajamos a la playa para que los nenes se remojaran un rato. Como de costumbre la playa estaba a rebosar de curiosos y algún que otro bañista que ponía de los nervios a los socorristas porque estábamos en plena pleamar y las olas no dejaban poca resaca ni nada.

Con todo, hubo que correr una vez más detrás de los críos, esta vez del mayor, el cual no parecía conocer la palabra miedo mesellevalacorriente , y ya no tanto del pequeño, que si bien cada vez que ve el mar desde lejos empieza ya perder el control, a balbucear como un poseso "aba, aba, aba" y lanzarse de cabeza al mar océano, en esta ocasión como se lo pensaba dos veces porque el agua de As Catedrais ya te anuncia que el Atlántico está a la vuelta de la esquina y que si quieres meterte dentro has de creerte como mínimo un pingüino, una foca, un oso polar o cualquier otro bicho de tales latitudes.

Y como ayer cumplía años la chavala con la que comparto cama todas las noches y madre de mis hijos, pues que nos fuimos a celebrarlo de nuevo a la Solana de Rivadeo. Al principio el camarero que nos había atendido dos días antes creyó estar siendo presa de un deja vú a la gallega, es decir, que no sabía si tomarnos nota o correr a la cocina a preguntar si ya había salido el pedido del jueves. En cualquier caso, otra jamada de pulpo y pescado con un Terras Gaudas de espanto. De espanto por lo rico que estaba, como que solo por probarlo ha merecido la pena haber venido a este puto mundo.

Tras la comida y como andábamos animaditos, pues a tomar un gintonic a la plaza de la villa, junto al edificio de la cúpula dorada que se ve por todas partes cuando te acercas por la carretera, que refulge casi tanto como el sol que volvía a hacerlo ayer por la tarde. Y paseando, paseando, pues que nos damos de bruces con lo peor con lo se que pueden topar unos padres de paseo con críos: columpios. Otra vez a poner a prueba mi espalda, a aupar al uno y columpiar al otro, a correr detrás de ambos para que no se estampen o se lo hagan a otros; no se suda poco ni nada en los columpios, como para ir luego a un gimnasio, qué cojones.

Y si de deporte se trata, pues que justo ayer celebraban la vuelta ciclista de Rivadeo o algo por el estilo. Evento del que, a falta de grandes concentraciones de paisanos para animar a los corredores (de hecho los pocos que había animando a sus familiares o amigos estaban sentados en las terrazas de los bares y cafeterías esperando a verlos pasar para levantar la mano y alentarlos con esos bríos galaicos que no sabes si realmente te están dando ánimos para que corras o para que lo dejes, oye tú) sólo te das cuenta cuando vas a cruzar una calle y casi se te lleva por delante una bicicleta. Entonces ya te dice un municipal que tengas cuidado, que a ver si te van a atropellar, oye tú.

Más tarde, de vuelta a la casa de Ortiguera, descubres una sensación dentro de ti que no pensabas que pudiera ser posible. Pues al contrario de otras veces, de casi siempre, ya sea en mi propia casa, la de mis padres o en cualquier otra (no te quiero decir nada si coincide que está mi suegra en la casa o algo parecido...), que no aguanto mucho tiempo encerrado y necesito salir a tomar el aire, a darme un garbeo; ayer a la tarde, y a pesar de que la vista de la colina sobre la que se desparrama el pueblo al otro lado de la ría me suele invitar a subirla en dirección al Faro -desde donde hay, por cierto, una vista impresionante de toda la bahía de Navia y más allá-, eso o en dirección contraria por el camino que se abre apenas salir de la casa familiar de mi señora hacia lo que llaman el Vigareiro y que bordea la costa para luego dirigirte tierra adentro entre prados, maizales y puro campo raso, ayer me di cuenta de que no tenía fuerzas algunas para el paseo vespertino, que el plan que rondaba mi cabeza lo rechazaban de plano mis piernas e incluso mi espalda quebrada de aupar todo el rato a los críos.

No es que estemos viejos, que de qué, todavía menos mi señora con sus recién estrenados treinta y ocho, todavía una pipiola, es que simplemente estamos hechos polvo de ejercer de perros guardianes y asistentas las veinticuatro horas del día. De modo que dejamos que anocheciera desde la terraza de la casa, con el mar al fondo y la luz del faro como punto de referencia de una vida a la deriva.

Ya luego, cuando T se subió a ver una peli en el ordenata con los dos monstruos, servidor se pudo quedar a admirar las estrellas, sobre todo las de los botellines de Estrella Galicia que fui vaciando uno tras otro hasta las tantas (en la caja decían que te daban no sé cuántos puntos para una rifa si reunías los suficientes...) mientras escuchaba el concierto diario de las olas quebrándose contra los acantilados e imaginaba lo duro que debe ser la vida, o no, puede que sólo distinta, más tranquila, plácida, para los que viven el resto del año en el pueblo, a merced de una meteorología que no es precisamente la que imaginas que debe hacer en el Paraiso.

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