No descubro el espíritu navideño, al menos no el verdadero, hasta que no acompaño a mi padre al supermercado como todos los años. Quiero decir, hasta que no nos pasamos toda la mañana, de diez y pico hasta casi las dos, haciendo la compra de Nochevieja y Año Nuevo con el cumple de mi madre metido ahí a calzador. En efecto, ni arbolitos con lucitas y figuritas, Belenes barrocos o de play movil, Lotería de Navidad, anuncio de Freixenet, mensaje del rey y/o lehendakaris varios, regalos de Olentzero, Papa Noel, el Nicho Jesús o cualquier otro filántropo al uso, ni pollas en vinagre; el verdadero espíritu navideño me lo encuentro todos los años en el Eroski (¿Ves, Blanca, cómo no te fallamos...?) del Boulevard de Vitoria y más en concreto junto a la pescadería, y claro, me emociono como un niño. Porque, ¿puede haber algo más navideño, algo que represente mejor ese espíritu de amor y felicidad para todas las gentes de paz del mundo que las colas kilométricas esperando su turno para pedir sus besugos, lubinas, sapos, gambas, bogavantes, almejas, calamares para hacer rabas o lo que sea que hace que la Navidad llegue de verdad, no sólo por cumplir y así, y siempre con olor a perejil en la cocina, a las mesas de la casa de cada uno? Basta con pensarlo un rato: una muchedumbre compartiendo, no ya su preciado tiempo en una cola sin fin, sino también olores y humores. Olores no sólo a marisco y pescado, en estas vísperas del gran festín son deliciosos, excitan como pocos la gula con la que uno afronta estas celebraciones, sino también a humanidad apelotanada, mucha de ella sin tiempo incluso para haberse tomado una ducha o echarse un poco de colonia; ya se sabe, las prisas por llegar pronto a la cola. Y luego están los humores; ¿hay algo más navideño que un tío jurando en vano, y por lo general cagándose en el padre del recién nacido, en la cola del supermercado porque alguien le ha empujado sin querer con el carrito mientras abroncaba a su chiquillo por tocar con la mano las cigalas o hacer malabares con las almejas, una abuela quiere cruzar delante de él para llegar a la sección de congelados o escucha que a una señora se le ha pasado el número porque creyó que le daba tiempo a darse una vuelta hasta la cruz del Gorbea antes de que le llegara su turno. Eso y todo tipo de exabruptos acerca del precio de las cosas, que algunos se piensan que a los besugos y a las lubinas salvajes las llaman así porque tienen mal carácter o algo por estilo. Porque claro que hay crisis, y esto muy a pesar del placer innato que siente un determinado género de opinadores entregado en cuerpo y alma a quitarle hierro a esto de la crisis y los problemas de la gente con la excusa de que, mira, mucha crisis, mucha crisis, pero los supermercados a rebosar, todos a llenar su carrito, a derrochar lo que dicen que no tienen, que no me vengan luego conque si la crisis, el gobierno, la pobreza..., bonita manera de despreciar el sufrimiento de los demás cogiendo la parte por el todo, obviando que no son todos los que llenan el carrito, que los que lo hacen puede que también hayan hecho sus sacrificios, sus renuncias, que mucha gente no se resigna a que la cruda realidad llegue también a sus mesas y las cubra de desesperación y tristeza, que saca de donde sea para que eso no suceda. Pero claro, es que este género al que me refiero parece siempre más atento a señalar las supuestas contradicciones de la gente corriente, aquella de la que nunca deberías presumir nada porque qué coño sabes tú de la vida de los demás, en lugar de reparar en los desmanes de los poderosos, les pone más sacar los colores a la gente que arremete contra éstos; cuestión de afinidad, de poner la mirada según a servicio de qué o quién.
martes, 31 de diciembre de 2013
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