miércoles, 18 de mayo de 2011
LA CARTE ET LE TERRITOIRE
La Carte et le territoire es el último libro del ya talludido enfant terrible de las letras galas, Michel Houellebecq, el mismo que en ocasiones anteriores había conseguido escandalizar al personal, al personal escandalizable, que al resto de qué, con sus trabajos Les Particules Elémentaires y Plataforme, al tratar con un sarcasmo, vamos a calificarlo de gélido y no poco desabrido, tan falto de la menor lírica que no sea la morriña reaccionaria que destilan su visión del mundo, dirigido en apariencia a irritar al personal antes que a otra cosa, temas como el Islam o la fascinación por la ciencia, amén de su muy particular manera de presentar todo lo relacionado con el sexo, tema ante el que, faltaría más, siempre hay alguien dispuesto a tirarse de los pelos.
Ahora bien, si con sus anteriores libros Houellebecq había conseguido centrar la atención de tanto bienpensante sobre un estilo del lo que mejor se puede decir de él es que te deja una sonrisa que no sabes exactamente a qué responde, si a la sensación de haber asistido a una humorada en la que se pone en solfa con muy mala leche y una pretendida y muy distante condescendencia la mayoría de los tabúes de nuestra sociedad actual, o más bien a la exposición en crudo de una visión actualizada de algo tan viejo como el cinismo reaccionario pequeño-burgués para el todo lo que trastoca o desentona en su exquisita visión de la vida no merece otra cosa que desprecio, en La Carta et le Territoire apenas pasa de una entretenida novela en la que el autor se limita a cargar las tintas sobre el mundo del arte moderno y toda la bobería que lo rodea, eso y el lamento apenas disimulado por la paulatina transformación del paisaje, el mundo rural, la Francia profunda, en un mero decorado de lo pintoresco, lo supuestamente auténtico. Y como eso no basta, al menos no para obtener el reputado premio Goncourt del 2010, premio que lo consagra tanto como anuncia su ya definitiva domesticación, su ingreso con todos los honores en el establishment literario del país vecino, esa por la que a partir de ahora me temo que dejará de escribir para levantar ampollas y más bien se dedicará de lleno a hacerlo para obtener los halagos de los de su gremio, Houellebecq introduce también en su novela un crimen para hacer su correspondiente parodia del género y también aprovecha con su, insisto, notable capacidad para el sarcasmo para introducir un artificio tan literario como falso que es presentarse a sí mismo como un personaje. De este modo, Houellebecq elabora un retrato poco agraciado de si mismo y de su vida, lo cual no deja de ser un acto supremo de coquetería a la inversa, pues al presentarse de un modo tan poco agraciado no consigue otra cosa que rebajar el tono caricaturesco con el fin de provocar la compasión del prójimo, cuando no pura simpatía, pues nadie se traga ese autorretrato, suena no sólo a falso, sino también a contrapunto del verdadero personaje, el joven pintor del que se vale para mofarse a gusto de un presente, una Francia y sus gentes, que sobre todo parecen no estar a su altura, él es demasiado listo y exquisito para ver más allá de su sarcasmo de genio eternamente en ciernes de las letras francesas, demasiado víctima de la incomprensión de esos mismos que ahora, por fin, lo han condecorado, o consagrado, para que siga escribiendo novelas que no están nada mal, su golpes de humor siempre hacen más ligero, digerible, ese tono condescendiente del que hablo. Pero eso, dudo mucho que el producto de su fino sarcasmo y todos sus artificios literarios como los que abundan en este último libro vuelvan a ser nunca más las pequeñas bombas subversivas, o simplemente gamberras, en blanco sobre negro a las que nos tenía acostumbrados, o al menos ya no se las creerá nadie. Peor aún, me temo que de querer escandalizar a alguien va a tener que ser con acusaciones de plagio como la que se ha ganado por este último libro y por el estilo. Houellebecq ya no irrita tanto y entonces te preguntas para qué coño vas a leer a Houellebecq.
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